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Pellizco vallenato

Klaus Ziegler

02 de febrero de 2011 - 10:00 p. m.

Circuló en Internet un video que tiene al cantante colombiano Silvestre Dangond en el ojo del huracán.

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La grabación muestra a Moisés, un niño de diez años que sube al escenario para ha¬cer una imitación del ídolo vallenato. Después de su corto show, en medio de la diversión y los aplausos, Dangond le dice al chiquillo: "este merece un aguinaldo, pero doble", saca del bolsillo varios billetes y se los entrega. Cuando el menor se dispone a bajar de la tarima, el cantante despide al pequeño fan con un breve pellizco en sus partes íntimas.

Nadie discute que semejante comportamiento sea ostentoso, desagradable y de pésimo gusto. Pero otra cosa es confundir una conducta vulgar con una delictiva y pretender que se cometió un abuso sexual cuando el cantante, en un gesto de camaradería, muy común en algunas regiones de la costa norte colombiana, pellizcó al menor sin las connotaciones perversas ni abusivas que se quieren insinuar.

Los antropólogos han mostrado cuán fácil es hacer una lectura sesgada cuando intentamos interpretar costumbres ajenas con parámetros propios de nuestra cultura. En Colombia, por ejemplo, un hombre que salude de beso a un colega se expone a una severa sanción social. Mientras que en Holanda y Rusia subsiste la graciosa tradición de saludarse con un ligero beso en la boca. En América Latina, el beso en la mejilla se acepta entre familiares; y en Argentina es corriente aun entre desconocidos. Los alemanes acostumbran dar tres besos, empezando por la derecha.

Si en vez de vallenatos el concierto hubiese sido de música africana del norte de Malawi, donde los hombres se saludan sacudiéndose dos veces el miembro viril –tres o más sacudidas se considera abuso de confianza–, ¿cuál no hubiera sido el escándalo de los guardianes de la decencia y las buenas costumbres que hoy piden sanciones penales contra el cantante costeño? Una conducta tradicional en una sociedad puede ser intolerable en otra: los papúes de Nueva Guinea celebran el inicio de la pubertad mediante ritos en que los jóvenes son “inseminados” oralmente por sus compañeros; y en algunos pueblos de Melanesia las ceremonias se llevan a cabo succionando el pene del adolescente.

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No obstante esas diferencias culturales, en buena parte del mundo existe un consenso sobre aquellas conductas que tipifican delitos sexuales. En el caso del abuso sexual infantil, estas acciones se caracterizan por interacciones entre un niño y un adulto, en las cuales el agresor se vale del pequeño para estimularse sexualmente. Suelen ocurrir en el colegio, la iglesia o el propio hogar, y provienen casi siempre de algún conocido con quien existe una relación desigual de poder. El abuso puede variar desde exposiciones pornográficas, manoseo o contactos bucogenitales, hasta hechos que implican violencia física, como la penetración.

Nada más alejado y disímil que lo ocurrido con Moisés: en primer lugar, el pellizco por encima de la bragueta no equivale a “manosear el `pirulí´” –expresión desafortunada que usara una columnista de este periódico–, y no convierte necesariamente al niño en objeto sexual, mucho menos cuando el gesto se reconoce como parte del folclor local. En segundo lugar, el suceso ocurre en forma espontánea, sin premeditación, sin que se presente la característica fase de seducción en que el abusador, valiéndose de amenazas o engaños, trata de ganarse la confianza del menor con el ánimo de acondicionar el lugar e instante del abuso.

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Nadie discute que los crímenes contra la niñez deban castigarse con la mayor severidad. Sin embargo, en una sociedad obsesionada con los pecados sexuales es fácil que se confundan verdaderos delitos con actos chabacanos o vulgares. Cuando se pretende que la legislación se ajuste a una moralidad religiosa, se termina sancionando duramente a más de un inocente, y absolviendo a verdaderos criminales. La condena a una reclusa a treinta días de aislamiento en un calabozo por besar a una compañera, como ocurrió en una cárcel colombiana, es un buen ejemplo, cuando decenas de sacerdotes pederastas gozan de la protección de las autoridades eclesiásticas, incluida la del Papa.

Horroriza pensar que la distorsión moral pueda llegar hasta el punto de que individuos acusados de cometer delitos de lesa humanidad hoy enfrenten condenas por narcotráfico, pero no por sus horrendos crímenes, y en ciertos casos menos severas que las del joven repartidor de correo acusado de agresión sexual y condenado a cuatro años de prisión por tocar las nalgas a una estudiante en Bogotá, en una sentencia que la propia víctima calificó de desproporcionada.

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A quienes alegan que hubo ultraje y deshonra del menor debería resultarles por lo menos extraño que la propia abuela del pequeño Moisés manifestara que "dicho tipo de acciones son normales en la Costa, y todo fue una muestra de afecto a mi nieto".  Y que el interesado en denunciar al intérprete vallenato no sea ningún familiar del menor “abusado”, sino un astuto abogado, famoso por sus extravagantes demandas.

 

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