La primera sentencia de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) contra el antiguo Secretariado de las FARC-EP marca un punto de inflexión. Los análisis del día a día parecen olvidar que siete excomandantes recibieron la máxima sanción propia que contempla el Acuerdo Final de Paz de 2016.
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El Acuerdo fue explícito en plantear quienes reconocieran verdad y responsabilidad plena tendrían sanciones de cinco a ocho años, no prisión ordinaria. Ese fue el “sapo” que esta sociedad tenía que tragarse a cambio de apostarle al fin del conflicto armado. Y al pan, pan: quienes querían ver al Secretariado tras las rejas por siempre olvidan que la JEP responde a una lógica distinta a la de la justicia ordinaria que, además, en Colombia no ha sido históricamente la más transparente ni eficaz.
Antes de la negociación que comenzó en 2011, ninguna apuesta por la salida pacífica a la guerra entre el Estado y las FARC —de las cinco que hubo entre 1982 y 2002— tuvo éxito. Ni Betancur, ni Barco, ni Gaviria, ni Pastrana, ni Samper se acercaron a un marco pactado. Sin este sistema especial, los máximos responsables habrían quedado impunes o la guerra con ese grupo armado se habría prolongado indefinidamente. Hoy el conflicto es otro —no insurgente—, el Secretariado lleva casi una década en la vida civil, han comparecido ante la justicia transicional y no han reincidido en la violencia. Trece mil personas que dejaron de dar plomo, y solo ese hecho ya justifica no abrir discusiones institucionalmente ya cerradas.
Hoy Timochenko, el último comandante de las FARC, es objetivo militar de Iván Márquez y otros disidentes por haberse comprometido con el Acuerdo. Y es mentira que la JEP se haya hecho la de las gafas ante su responsabilidad: determinó que era máximo responsable de crímenes de lesa humanidad al declararlo coautor mediato de la toma de rehenes, homicidio, graves privaciones de la libertad, asesinato y desaparición forzada.
Pero en plena campaña era predecible que los defensores del No atacaran la justicia transicional. El gobierno de Duque deslegitimó discursivamente la paz y el de Petro estuvo seguido de vacíos y titubeos en la implementación, mal liderada desde una pésima arquitectura institucional. Eso alimentó la desinformación y dio espacio a los detractores para tildar a la JEP de inoperante. A eso se sumaron la demora exagerada para sacar adelante la primera gran decisión y la persistencia de disidencias, que no son las FARC firmantes y hoy imputadas, sino desertores que decidieron no seguir en el proceso. Confundirlos con quienes firmaron y se desmovilizaron es una fórmula simplista y politiquera que solo alimenta una confusión a la que, para completar, se suman narrativas electorales con las que la derecha insiste en que, mientras eso pasa con el Secretariado, a Uribe le pueden dar Cárcel. Ese es un argumento mediocre si se considera que el juicio al expresidente y las decisiones frente a los ex FARC van por dos carriles muy diferentes.
Colombia no consiguió cárcel perpetua para el Secretariado, pero sí que parte de los máximos responsables den la cara públicamente y se comprometan a no repetir. Confirmar que la paz es imperfecta sigue siendo preferible a perpetuar la guerra con un aparato judicial ineficaz y uno militar que no pudo en medio siglo acabar con las FARC. Ese era un costo previsible ante la dificultad de construir un mejor escenario.