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Los colombianos estamos acostumbrados a hablar de crisis. Crisis de los partidos políticos, crisis de representación, crisis de gobernabilidad, crisis económica. De crisis en crisis negamos que nuestros problemas son estructurales, de fondo. Somos un país algo democrático, un poco civilista, un poco formal, pero muy violento, muy pobre y muy autoritario.
Y ese autoritarismo se refleja en la personalidad política de los dirigentes que inspiran las bodegas. Desde los extremos comparten un “superego estricto”, perciben las cosas en blanco y negro, suelen estar a la defensiva y ven ataques en quienes piensan diferente.
Perfiles autoritarios hay y ha habido en todas partes: en la izquierda, en la derecha y en los partidos que dicen ser de centro. Julio César Turbay, uno de los ídolos políticos de Iván Duque, y con quien comenzó en Colombia la criminalización de la protesta social, era del Partido Liberal.
También entre los ciudadanos toman fuerza los autoritarios. Así lo demuestra un estudio reciente del Centro Nacional de Consultoría que asegura que cada vez hay menos colombianos que creen en los matices y hay más que son partidarios de privilegiar el castigo en la crianza o de preferir el orden a la libertad.
Autoritarios son los policías que cogen a plomo a los jóvenes. Autoritarios son los vándalos que no entienden que los buses rojos son de todos y que el fuego impone su verdad. Entre ambos queda sacrificada la protesta social, legítima, que a pesar de las circunstancias sale a las calles a manifestarse porque nada funciona: ni hay trabajo, ni hay justicia, ni hay inspiración. Hay una sensación de letargo político agudizado por el encierro y por el lugar común de la nueva normalidad.
Sin embargo, no puede ser normal nada que no se conoce: y en Colombia la tragedia social es vista como una “crisis habitual”. En ese problema y en una promesa de diálogo que no se tradujo en nada nos quedamos en febrero. ¿Alguien acaso sabe qué pasó con la Conversación Nacional? ¿Qué concluyó?
Desde el paro de 2019, los marchantes no vándalos son estigmatizados por la narrativa oficial. En ese entonces, el Gobierno sacó una cuña mostrándolos como la antítesis de “los colombianos que construyen”. Y cada vez que el presidente habla, queda la sensación de que ve a vándalos y caceroleros como harina del mismo costal.
Para los autoritarios, la arrogancia, el desdén y la empatía no cuentan. Unos creen que para reclamar hay que incendiar. Otros insisten en que para imponer el orden están las balas. Para quienes piensan esto último, los que perdieron la vida —como Yulieth Ramírez, Fredy Mahecha o Jaider Fonseca— ni siquiera se nombran. Son pobres, como muchos otros, y víctimas de una “crisis” de seguridad. Unos lamentables muertos más por culpa de la situación de inseguridad.
Pero en Colombia no hay una crisis ni una situación. Hay una olla a presión que desde hace años está pitando, y que el autoritarismo y la falta de empatía no dejan apagar.
