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Pocos días antes de la sentencia contra los exjefes de las FARC, la JEP acababa de hacer la entrega digna de los restos de Elder Aponte, quien el 16 de julio de 2006 fue sacado por hombres del Gaula de un billar de la vereda El Tablón, en el municipio de Támara, Casanare. Tenía 19 años. Lo emborracharon, lo desaparecieron y, un día después, apareció registrado por el Ejército como muerto en combate. En su vereda nadie escuchó tiros ni hubo rastro de enfrentamiento alguno. Jamás había empuñado un arma.
Hace tres semanas, su madre, su hermana y su tía recibieron sus huesos en una caja. Lo enterraron, dicen, “con el alivio amargo de tener, al fin, un lugar donde llevar flores”. La JEP y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas confirmaron lo que ellas siempre supieron: no hubo combate, hubo ejecución.
Que civiles sean asesinados por el Estado no cabe en las lógicas de la civilización. Pero esas lógicas no son la de este país y la historia de Elder se parece a la de miles de jóvenes, con la diferencia de que su familia no dejó de buscarlo. Su hermana denunció desde el día siguiente a la desaparición, pero la Fiscalía cerró el expediente con rapidez. Su tía Astrid, monja, se negó a aceptar el silencio. Tocó puertas en comisarías, juzgados, alcaldías y estaciones de policía, en donde le recomendaban dejar de preguntar, pero ella se rebeló hasta encontrar que su sobrino fue reportado como baja en combate.
La justicia ordinaria no pudo y su demora fue cómplice de la incertidumbre. Fue necesaria la confesión de un soldado y la intervención de la JEP para que se reconociera la verdad: el joven no murió en combate, lo mataron por la espalda. Su caso hace parte de los 88 homicidios y desapariciones forzadas atribuidos a la Brigada XVI del Ejército en Casanare, entre 2005 y 2008. En ese departamento hubo 296 víctimas de ejecuciones extrajudiciales y desapariciones en ese periodo, 55 aún no han sido identificadas.
El entierro de Elder no cierra la herida. Su hermana dice que sienten un alivio, pero no el perdón. La verdad sigue incompleta, porque aún falta escucharla de boca de quienes lo asesinaron. En una audiencia, Astrid miró a oficiales imputados —Torres, Corzo, Soto— y los invitó a confesar: “Ese día podremos perdonar. De lo contrario, que los perdone Dios”. La normalización de los falsos positivos se mide en la resignación con la que el país ha aprendido a leer estos casos como parte de su paisaje. Pero con la primera sentencia de la JEP por ese crimen se logró algo en lo que la justicia ordinaria no había avanzado y la penal militar no iba a avanzar: que militares involucrados en esos crímenes como los de Elder, sean juzgados por matar a quienes debían proteger. Exigir que paguen por eso no implica justificar a otros actores de la guerra, sino recordar que, entre el salvajismo, la complicidad del Estado y la indiferencia ciudadana hubo miles de jóvenes inocentes que fueron trofeos de guerra. Entre ellos, Elder Aponte Tumay.
