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El lado B del voto de opinión

Lariza Pizano

13 de marzo de 2022 - 12:30 a. m.

“La gentes está cansada de los políticos”, dicen los que buscan votos desde las tarimas. “Si gana el pasado, perdemos todos”, decía Samuel Moreno en su campaña a la Alcaldía bogotana, insistiendo en su pertenencia a una nueva clase política. Tras su elección en 2007, el editorial de El Tiempo anotó que “hay un poderoso sector de la opinión activa en Bogotá que vio en el candidato del Polo una alternativa en favor de la renovación y votó en consecuencia”.

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A publicistas y políticos les falta imaginación para hacer fraseos y superar lugares comunes. Rodolfo Hernández señala, libreteado, que acabar la corrupción no es un tema de leyes, sino de voluntades. Lo mismo dijo Íngrid al referirse a las maquinarias. Piedad Córdoba, Federico Gutiérrez, Álex Char y Andrés Pastrana han calcado las mismas frases en todas las vallas.

Todo el mundo habla de la categoría de “voto de opinión”, un concepto clasista y engañoso. Porque, como lo dice Francisco Gutiérrez, la idea de que hay “votantes de opinión” parte del supuesto de que hay una ciudadanía urbana, sofisticada y cuyas actitudes contrastan con las de hombres y mujeres premodernos que se dejan comprar con un refrigerio. La distinción entre el voto de opinión y el que no lo es “parte de la idea de que la clase media tiene opiniones, mientras los pobres votan por necesidad”, asegura.

Pero no todo lo no partidista es cívico y no todos los que votan por políticos tradicionales son brutos. En medio del escepticismo generalizado, los electores que no son “de opinión” consideran que votar por un político que, pagando o no el voto, intermedie por un puesto o una beca es más efectivo que soportar las promesas incumplidas. No se trata de un voto de amor o de obediencia, sino en muchos casos de una actitud racional. Si la obediencia de los pobres fuera ciega, un guiño de los Char y los Gerlein les habría evitado invertir millones para elegir a Aida Merlano.

Desde la otra orilla, la de la gente “de opinión”, también hay quienes no son tan sofisticados para votar por lo “público” y lo hacen para atender intereses particulares. En 2016, ciudadanía de clase media y alta también votó No a la paz por miedo a que con su refrendación se acabara el capitalismo o se destrozaran las familias. Volviendo al caso de Samuel Moreno, su elección no fue propiamente de opinión: era un secreto a voces que su madre movía sus clientelas a punta de dádivas y lechonas. Esa plata después se pagó con contratos en el peor escándalo de corrupción local en la historia. En los estratos altos, Samuel fue el elegido porque no iba a expropiar el Country, no iba a limitar el uso del carro, no iba a construir Transmilenio por la séptima para cambiar la estética al beneficiar a los pobres. ¿Son esos ejemplos de votantes sofisticados pensadores de lo público?

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Que elecciones como las de hoy sirvan para aprender que escoger a mejores políticos pasa por reconocer que los partidos importan, que la “opinión” no se limita a los ricos, que la cultura democrática no crece de las matas y que el clientelismo tiene causas objetivas y racionales que van más allá de la premodernidad de unos pobres. Todos los electores, los urbanos y los rurales, también se mueven por apuestas individuales.

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Por Lariza Pizano

Politóloga de la Universidad de los Andes, académica y especialista en política colombiana.
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