La revelación de un intercambio de casas entre Armando Benedetti y Ricardo Leyva —un empresario de conciertos, hoy denunciado por violencia de género e intimidación— ha hecho que el hombre del espectáculo no deje de copar titulares en las dos últimas semanas. Cada uno peor que el otro. La escoria se destapó cuando se supo que Benedetti, ¡quien ahora será ministro ad hoc de Ambiente en temas de licencias ambientales!, vive en una mansión de Leyva tras hacer un “trueque” inmobiliario que ahora investiga la Fiscalía. La justicia deberá esclarecer si hay algo detrás de ese negocio, pero para el ministro, enquistado en el establecimiento político desde hace años, ese es apenas un escándalo más.
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Más allá de los detalles del caso, el trasfondo de lo que pasa con el ministro es ilustrativo del doble rasero y de la indignación selectiva con que buena parte del establecimiento enfrenta los escándalos. No es un asunto de izquierda o derecha, sino de poder: de impunidad social y silencios selectivos. Hoy Benedetti es figura clave del petrismo, pero ayer fue alfil santista, antes adalid uribista y reeleccionista, y siempre compadre de la élite personificada en grupos cerrados de opinadores, políticos y empresarios.
En la lógica criolla, muchos escándalos se absorben en una dinámica casi colonial donde los lazos personales y la hipocresía pesan más que la ética. Cada tanto se tilda en voz baja a ciertos aliados —que uno es un “lobo” social, que otro es un maltratador—, pero esas mismas figuras son recibidas con sonrisas cuando conviene. Para esa élite, la cercanía al Estado y el odio al adversario político funcionan como salvoconducto: quizá no invitarían a esos personajes a su mesa, pero sí les confiarían el país si con ello aseguran sus intereses. Así, ahora, en 2025, los petristas se tragan los sapos de los Armandos, y la derecha se traga los de los Abelardos.
Resulta torpe fingir que ciertos escándalos son patrimonio exclusivo de un gobierno o una ideología. Personajes peligrosos como el ministro no aparecieron ayer: han sido protagonistas en administraciones de distinto signo, pero algunos que antes callaron solo ahora ponen el grito en el cielo. La indignación tardía de la oposición, y hacerse “los de las gafas”, como también lo deciden muchos de los gobiernistas, son dos formas de hipocresía.
Lo mismo ocurre con otros nombres de la vida pública: personas con condenas o nexos a hechos gravísimos que vuelven a ocupar espacios de honor sin mayor reproche social. Baste recordar a Alberto Santofimio o a Fernando Botero, quienes pese a su prontuario son recibidos de nuevo en los espacios en los que socializan los poderosos.
La coherencia democrática exige llamar escándalo al escándalo, gobierne quien gobierne. Porque lo más revelador de los capítulos que escriben los medios nacionales una y otra vez no está en sus protagonistas, sino en el espejo en que se mira la sociedad. Mientras aceptemos que el poder político exonera, que la cercanía al Estado purifica —más que cualquier poder económico— y que un escándalo se juzga según quién lo cometa, seguiremos atrapados en una trampa en la que solo cambia el volumen de la indignación.