Bogotá es paradójica. Tiene cobertura en salud y educación por encima del promedio, después de sucesivos fracasos ejecuta por fin el metro y ha sostenido su política social desde los años noventa. No obstante, el desencanto es evidente. Las basuras, la inseguridad, la fealdad y pobreza arquitectónica, los trancones y una sensación de caos general opacan los logros. Según la encuesta Invamer de febrero de 2025, el 64 % de los bogotanos cree que la ciudad va por mal camino: una cifra que es casi espejo del pesimismo nacional, que llega al 67 %.
Sin embargo, en los márgenes del desencanto, hay experiencias que reconstruyen el vínculo entre ciudadanía e instituciones. Las Obras con Saldo Pedagógico (OSP) son una de ellas. Nacidas con el gobierno de Antanas Mockus, estas intervenciones de pequeña escala en el espacio público buscan transformar la ciudad no con cemento, sino con confianza. Consisten en mejoras en parques, senderos, huertas, murales o alamedas, hechas por Juntas de Acción Comunal y organizaciones sociales, con pequeños apoyos monetarios del Distrito. Al mejorar entornos, buscan fortalecer los vínculos entre vecinos y fomentar el cuidado colectivo de lo público.
Hay resultados que valen más que mil cifras. En Tunjuelito, la mejora del Parque El Virrey Sur redujo la inseguridad. En Chapinero, la intervención en la Quebrada La Vieja despertó conciencia ambiental. Y en Kennedy, la recuperación de los andenes al frente del INEM reforzó la vida en torno a la institución educativa. Son pequeños milagros de barrio que generan sentido de pertenencia y demuestran que la belleza y los resultados concretos estimulan la participación y la creencia en lo que es de todos.
Tan poderosas son las OSP que, en 2022, fueron reconocidas por la Ley 2262, que las elevó como modelo de cultura ciudadana replicable. Y no es casualidad que la reciente convocatoria del Distrito para financiar 40 nuevas obras haya superado las expectativas. Aún hay gente que quiere participar y dejar de ser usuaria frustrada de un Estado lejano para convertirse en ciudadana activa en su propio territorio.
La democracia necesita más que votos. Requiere confianza, pertenencia, sentido del cuidado de lo público. Y en medio de la catástrofe política, eso construye en los andenes, en los parques, en los murales. Allí es donde la ciudadanía toma forma concreta.
Mientras el presunto orden global se descompone y el pesimismo supera las fronteras, por un lado, y este país se deshace en medio de diagnósticos repetidos y cierres de procesos y verdades que se vuelven a abrir, por el otro, apostar por lo local es estratégico. Es volver a lo básico para recuperar lo esencial. Un árbol sembrado, una calle ordenada, un parque embellecido, pueden cambiar la actitud frente a las instituciones, al menos las cercanas.
Tal vez el mundo no se pueda transformar desde una calle, pero ahí es donde se pueden sembrar semillas de mostaza. Tras cientos de años de historias repetidas, recuperar las interacciones públicas a nivel local es casi la única posibilidad de pelear contra el pesimismo global y nacional. Resistir y participar desde lo esencial es la mejor posibilidad para a una ciudadanía que se activa sólo cuando siente que hay viabilidad.