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Hace una semana, la Filarmónica de Bogotá fue blanco de críticas por participar en un acto público de rechazo a la violencia, frente a la Fundación Santa Fe, donde se encuentra el senador Miguel Uribe. Las redes se llenaron de comentarios indignados que no distinguieron entre un gesto simbólico de la ciudad y un supuesto respaldo político. A muchos no les importó que la Filarmónica tenga entre sus propósitos estar presente en las coyunturas de la ciudad, ni que desde hace años trabaje con comunidades de todas las orillas, promoviendo la reconciliación. Lo que importó fue castigar al otro, incluso cuando es víctima.
Ese episodio no es aislado. Basta con abrir X para ver a políticos, opinadores, influencers y algunos periodistas escalando el lenguaje, predicando moderación pero actuando con furia. El fenómeno no es nuevo: la transformación de las convicciones personales en verdades absolutas ha alimentado una cultura de imposición, censura y castigo. Es autoritarismo, pero en versión cotidiana y digital.
Desde 2011, investigaciones como las del Observatorio de la Democracia han mostrado un aumento en la tolerancia al autoritarismo en Colombia. Cada vez menos personas creen que la democracia es el mejor sistema político. La intolerancia a la diferencia, el culto a líderes, la moralización de la política y el uso del miedo como estrategia de comunicación se han vuelto parte del paisaje. En vez de deliberar, se juzga; en vez de escuchar, se etiqueta.
El autoritarismo necesita enemigos, y la polarización los provee. Se sostiene no solo como un estilo de liderazgo, sino como una forma de ordenar la sociedad, de definir qué instituciones se respetan y cuáles se atacan según sus resultados. ¿Qué habrían dicho quienes criticaron a la Filarmónica, la entidad más querida en la ciudad, si el acto hubiera sido en apoyo a una figura de izquierda? ¿Por qué tanto miedo a una posible reelección, si en 2004 o 2009 no generaba tanto escándalo? ¿Cuándo pasó la Constitución de 1991 de ser una amenaza para la derecha a convertirse en una carta sagrada? ¿Qué habría dicho la oposición si la Corte Constitucional hubiera permitido al CNE investigar al presidente?
Los liderazgos tienen una responsabilidad enorme. Colombia ha sabido construir pactos de caballeros. Pero hoy, frente a la violencia política —que no son solo balas— y a la toxicidad del debate, se necesitan figuras que apuesten por otro estilo. No es fácil, sobre todo en tiempos en los que el algoritmo premia la rabia y castiga la calma. Pero hay antecedentes. La ciencia política ha valorado el papel de los reformistas desde arriba: presidentes sin carisma ni populismo, que han jugado un papel clave en procesos de transición. Aylwin en Chile, Barco en Colombia, son ejemplos. Presidentes bisagra, que abren caminos.
Y así como se requieren liderazgos con vocación de diálogo, también hay una ciudadanía harta del ruido y de las bodegas, que empieza a ver la tranquilidad como una posición política. Una apuesta por otro tono. La polémica de la Filarmónica ya pasó, pero es un ejemplo más de lo que puede pasar cuando la política se convierte en una guerra moral. Apostarles a nuevas formas de liderazgo y bajarle a la gritería no es ingenuo. Es urgente.
