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Hace más de una década Bogotá no logra salir de su estado de anomia. Según la más reciente encuesta de Invamer, el porcentaje de personas que cree que la ciudad va por mal camino dobla al de quienes piensan lo contrario. Ni el metro, ni los avances sociales, ni las gestiones recientes han logrado revertir ese desencanto colectivo. El punto de quiebre fue 2010, cuando el Carrusel de la Contratación erosionó la confianza y marcó un antes y un después en la percepción política de la ciudad. Desde entonces, el pesimismo no ha cedido. No ayuda que Bogotá, capital de un país en crisis, viva permanentemente cruzada por las desgracias nacionales. Ahora, tras el atentado a Miguel Uribe, por los recuerdos de la violencia política.
Pero en medio del escepticismo, hay símbolos que resisten. Entre ellos, las Torres del Parque, que cumplen 50 años. Su celebración, liderada recientemente por el Ministerio de las Culturas con un hermoso libro editado por Enrique Uribe, no es un gesto nostálgico. Es una afirmación política necesaria. Una manera de recordar que la arquitectura es clave, que el paisaje urbano también construye ciudadanía. Desde 1995, estas torres son patrimonio cultural de la Nación y la UNESCO evalúa su inclusión en la lista de Patrimonio Mundial.
Rogelio Salmona lo sabía: la decisión de abrir al público el Parque de la Independencia, conectarlo con las Torres y diseñar espacios caminables, no fue casual. Fue una forma de decir que la ciudad no se habita solo desde lo funcional, sino también desde lo simbólico. Creía que la arquitectura era una declaración política y que el lugar, el entorno, la belleza compartida, generan pertenencia. Y la pertenencia, participación.
La sociología urbana lleva años advirtiéndolo: los espacios sin identidad —planificados con moldes repetidos, sin símbolos, sin memoria— generan desarraigo y debilitan la vida democrática. Estudios recientes en Bogotá lo muestran con claridad. Los conjuntos de vivienda estandarizada —que hoy son casi el 40 % de los hogares— ofrecen dignidad material, pero no siempre fortalecen el tejido social. Hay mejor infraestructura, sí. Pero también hay aislamiento, desconfianza, fragmentación. El derecho a la vivienda ha avanzado, pero el derecho a la ciudad sigue pendiente.
En ese contraste, las Torres del Parque recuerdan que es posible otra manera de construir ciudad. Que no se trata solo de edificar, sino de imaginar. De apostar por lugares que convoquen, que sean un punto de encuentro entre memorias diversas y futuros comunes. Por edificios y espacios que no sean iguales en Bogotá, en Cali o en Barranquilla. Por viviendas de interés social que reconozcan que la arquitectura no debe ser un privilegio de ricos. Que habitar no es solo tener techo, sino también tener horizonte.
Hoy, cuando la desesperanza prima y los referentes compartidos escasean —cuando miles se han ido, pero muchos ya ni siquiera podrán largarse por la falta de pasaportes que se avecina—, volver la mirada a la arquitectura es urgente. Porque los lugares importan. Porque el urbanismo es también pedagogía cívica. Y porque, ante la fatiga colectiva, nada más viable que recuperar la esperanza en lo local.
