Colombia es, en esencia, un país de huérfanos. Lo es por la violencia que nos ha arrebatado padres y madres en cada región, y también por la orfandad simbólica que deja un Estado incapaz de cumplir sus promesas mínimas de seguridad y justicia. La palabra patria proviene de padre: es el lugar que debe proteger, amparar y dar sentido. Pero aquí, los padres —también los de la patria— se van, se mueren o los matan. Ni la tierra ni la patria abrigan o resguardan.
Han pasado ya casi dos semanas, pero la tragedia del asesinato de Miguel Uribe sigue teniendo viva esa sensación. En parte, porque el impacto colectivo de su homicidio también ha estado ligado a la repetición de un ciclo de ausencia, y en parte porque su padre parecería estar tramitando el dolor en una nueva candidatura. Cada cual tramita sus dolores como puede y como quiere, y los políticos en Colombia lo han hecho de maneras propias y diferentes.
Porque la política colombiana está marcada por la orfandad. En esta contienda presidencial han figurado cinco aspirantes hijos de padres asesinados por violencia política: Juan Fernando Cristo, Juan Manuel Galán, María José Pizarro, Iván Cepeda y Miguel, en su triple condición de huérfano y de hijo y padre ausente. La paradoja es brutal: quienes deben orientar la brújula de la sociedad cargan sobre sí la orfandad de la nación.
Más que constatar el hecho, que es relevante, lo crucial es encontrar los caminos para tramitar ese vacío. ¿De qué manera los padres de la patria tramitan su duelo y se preparan para guiar a la ciudadanía? Algunos lo han hecho desde la obsesión, el resentimiento y la mano dura, traduciendo el dolor en cruzadas implacables. Otros han optado por la resiliencia democrática, por transformar la pérdida en búsqueda de consensos y de reconciliación, incluso. Los Galán construyeron su narrativa desde la emulación, la integridad y la serenidad. María José Pizarro habla de paz. Juan Fernando Cristo eligió el perdón como salida liberadora frente a un camino judicial sin esperanza. Iván Cepeda hizo de la memoria y de la exigencia de responsabilidades estatales su causa, y Álvaro Uribe convirtió la muerte de su padre en motor de una política de seguridad que se tradujo en mano dura.
La ciudadanía —los gobernados— también carga su orfandad: huérfanos de representación, de instituciones sólidas, de un Estado que proteja, y tramitan el dolor en desconfianza y desencanto. Las encuestas de agosto confirman que la mayoría cree que el país va por mal camino, más de la mitad ve el futuro con miedo y la inseguridad sigue siendo la mayor preocupación.
El horroroso asesinato de Miguel Uribe nos recordó atrapados en un ciclo de pérdidas y de confrontaciones entre víctimas que reclaman superioridad moral sin razón, porque muertos hay de todos los lados en una patria que no es patria.
De cómo tramitemos colectivamente esta orfandad y de cómo lo hagan los políticos —desde la venganza o desde la resiliencia, desde el plomo o desde el propósito— dependerá si seguimos condenados a producir huérfanos y repetir la historia, o si logramos algún día construir un Estado que ejerza como un padre. Una patria que al menos cumpla con las mesadas mínimas de seguridad y de justicia.