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Justo en el momento más agudo de la pandemia y cuando quedarse en la casa es lo más responsable con uno y con los demás, es más tentador salir a marchar. Las cacerolas piden que las saquen a la calle cada vez que se conocen las cifras de asesinatos a líderes sociales o las disposiciones de una magistrada que, en un gesto de empatía con el Gobierno, prohíbe de un día para otro la protesta social.
Si la vida no estuviera en juego, a la lista de motivos para salir a marchar se sumaría el regreso de una política exterior parroquial. Mientras el mundo evidencia a las malas que una cepa aquí supone un riesgo allá, la canciller contraría al país con lo que, excepto Bolsonaro, piensa la comunidad internacional sobre el Acuerdo de Paz.
Ya han pasado diez días desde que Claudia Blum pasó del anonimato al desprestigio al echarles la culpa a todos los excombatientes de que a ellos mismos los estén matando. Y aunque el consejero Emilio Archila recogió la pita, en el comunicado que emitió con la Cancillería para desembarrarla dejó colar una mala frase: que la intervención de Blum “recoge los lineamientos del Gobierno nacional”. En esa línea, ¿saldrá ahora ella a defender ante los demócratas del mundo la prohibición colombiana de salir a protestar?
Humberto de la Calle y otros han insistido en lo que las afirmaciones de la canciller representan para los desmovilizados. Casi 300 excombatientes han sido asesinados por motivos que van desde las venganzas personales hasta el exterminio ideológico. Porque este es un país de intolerantes. Según el Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes, el 34 % de las personas (una de cada tres) no aceptaría que sus hijos estudiaran con los de un excombatiente.
Impulsar esos prejuicios desde el discurso oficial no es más que tirarle balas a la matazón. Las palabras cuentan y se vuelven cínicas si son pronunciadas desde el Estado justo cuando se cumplen 23 años de impunidad en el asesinato de Eduardo Umaña, 22 en el de Jaime Garzón y 31 en el de Carlos Pizarro. Dos días antes de que Blum dijera que quienes le jugaron a la paz eran responsables de su propia muerte, mataron a Francisco Giacometto, fundador de la UP. ¿Le juega ella a que la historia sea cíclica o es que no la conoce?
Porque peca en ignorancia al no saber que los comunes se agarraron con los disidentes. Que Márquez, Romaña y Santrich, quienes faltonearon cruelmente a la paz, tienen amenazados a los que no lo hicieron. Que hay miles de excombatientes rasos viviendo en los suburbios de las ciudades esperando a que les dicten un curso del SENA.
Pero peca aún más al no tener conciencia de sus interlocutores externos. ¿No supo que Naciones Unidas verifica el Acuerdo de Paz? ¿Que eligieron a Biden?
Desde que se posesionó en 2019, la gestión de Blum había pasado de agache. Tras un año de confinamiento, su intervención más profunda fue en enero 6, cuando dijo que el llamado “cerco diplomático” a Venezuela “se mantiene en total vigencia”. Esa es su dimensión de la globalización y del multilateralismo en un mundo en que los cancilleres de verdad hablan de paz y buscan vacunas.
