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Fortalecer la cultura política urbana es, hoy más que nunca, un acto de defensa propia. Las ciudades del mundo se han convertido en los últimos muros frente al avance de los autoritarismos globales. Las elecciones recientes en Estados Unidos lo demostraron: fueron los grandes centros urbanos los que frenaron proyectos abiertamente antidemocráticos. Y no es casualidad. La vida urbana obliga a convivir con la diferencia, a negociar, a reconocer derechos y a depender de instituciones más que de patrones.
Las ciudades concentran diversidad, educación y capital social: redes cívicas, colectivos culturales, juntas barriales. Y, sobre todo, tienen un Estado que se ve y se toca: la escuela arreglada, la biblioteca pública, el servicio distrital que llega sin necesidad de políticos. Por eso las ciudades desconfían menos de la institucionalidad y más de los Mesías que prometen soluciones simples a problemas complejos.
Pero las ciudades no son homogéneas. Medellín no vota como Bogotá; Pasto no se parece en nada a Barranquilla. Bogotá, por ejemplo, ha mantenido históricamente un talante liberal y, casi siempre, vota distinto a la elección presidencial. Hoy, la ciudad vive un desencanto político evidente, incluso por el presidente, que hoy cuenta con un desencanto del 60 por ciento a pesar de haber contado en 2022 con la mayoría del electorado. Es una señal clara del agotamiento frente a la polarización y el ruido.
Bogotá, como referente, ya vivió un momento luminoso, que se volvió un lugar común: el laboratorio cívico mockusiano, que convirtió a la ciudad en pionera de pedagogías públicas y ética colectiva. Pero desde el escándalo del carrusel, el optimismo no volvió a la curva ascendente. El desencanto se volvió rutina: apatía, desinformación, la sensación de que “participar no sirve”. Los datos del Observatorio de la Democracia del IDPAC lo confirman: más del 60 % de la ciudadanía no conoce mecanismos de participación, 76 % considera poco o nada efectivos los espacios institucionales, y 64 % cree que participar es peligroso. Entre los jóvenes, la percepción es peor: 70 % siente que involucrarse puede ponerlos en riesgo y 36 % no tiene motivación para votar en JAL o Consejos de Juventud. En el terreno electoral, la participación juvenil apenas llegó al 5,95.
Sin embargo, no todo es oscuridad. El informe también revela que más de la mitad de la gente valora la investigación, la formación democrática y la divulgación de información pública. Y los jóvenes lideran causas de diversidad, espacio público y cultura. Es decir: no estamos frente a una ciudadanía cínica, sino desactivada.
En un contexto global de radicalización, donde el adversario político se convierte en enemigo moral, las ciudades siguen siendo el lugar del criterio, la pluralidad y la convivencia obligada con quien piensa distinto. Para proteger esa reserva, el Estado debe actuar: bajar el volumen de la polarización, reconstruir el optimismo y retomar las pedagogías ciudadanas. No hay que inventarse la rueda ni descubrir que el agua moja: ya tuvimos un modelo exitoso.
La democracia urbana es el mejor antídoto contra la furia y la desazón. Si las ciudades resisten, la democracia respira. Y en ciudades como Bogotá ya se ha probado.
