No es que en todos los ámbitos de la política el país esté dividido en dos: los que marchan y los que no; los petristas y los antipetristas; los que defienden a los senadores y los que van por el Gobierno. Lo que hay son dos sectores muy visibles y radicalizados que hablan duro, que usan bodegas digitales y dominan la conversación pública, pero que, según las encuestas, no representan a la mayoría.
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Las cifras lo confirman. En 2023, la medición de Cultura Política del DANE mostró que un 15 % de la población se ubicaba en la izquierda, un 20 % en la derecha y un 54 % en el centro. Según la encuesta Polimétrica de Cifras y Conceptos de marzo de 2023, el 55 % se identificó con el centro político. Los datos de Cifras y Conceptos para 2024 reforzaron esta tendencia.
Pero el centro aún no tiene una voz que se escuche con la misma intensidad que la de los extremos. En un país donde el volumen define la narrativa, quienes optan por la moderación quedan relegados a la irrelevancia. Para no ir más lejos ¿quién ha oído lo que ha dicho este sector frente al hundimiento forzado de la Reforma Laboral? No es solo un problema de falta de líderes, sino de estrategia: los extremos han aprendido a apropiarse del debate con un ruidaje extremo, mientras el centro titubea entre la conciliación y la pasividad.
El resultado es un empobrecimiento del debate público. Cualquier postura que cuestione la radicalización es inmediatamente encasillada: todos críticos del Gobierno son descalificados como establecimiento y quien promueve derechos es tachado de izquierdista. Todo se reduce a un juego de trincheras en el que las posturas liberales no han sabido encontrar la cabida.
La radicalización no surgió de la nada. Comenzó en 2011, cuando la derecha endureció su discurso al tratar a Santos de traidor por buscar un acuerdo de paz. Con el tiempo, la izquierda adoptó la misma estrategia y la polarización escaló hasta ser la gritería insoportable que hoy domina la agenda pública. En este ruido ensordecedor, las voces moderadas no se oyen y la sociedad civil ha perdido su capacidad de incidir, salvo cuando es instrumentalizada.
Los de centro no se lanzan en turbas digitales contra congresistas que hunden una reforma. No propagan noticias falsas sobre reelecciones inexistentes. No consideran proguerrilla a quien reconoce que hubo falsos positivos. Y en eso radica su debilidad y su fortaleza: su debilidad, porque en un país donde gritar define la narrativa, el silencio es sinónimo de irrelevancia. Su fortaleza, porque la democracia necesita de su moderación para evitar el populismo.
Ese silencio del centro tiene consecuencias. Las sociedades en las que dominan la desconfianza y la confrontación se vuelven más frágiles. Según Edelman, el índice de confianza en Colombia es de apenas 47 sobre 100 y la OCDE señala que solo tres de cada diez colombianos confían en su Gobierno.
El problema no es que el centro no exista, sino que debe hablar más fuerte. Y eso pasa por liderazgos que entiendan que la representación política también se gana en la arena pública. Los principios liberales necesitan una voz, y esa voz no puede ser un murmullo.