Es la foto que no incluirán los millonarios publirreportajes de los medios nacionales que le hacen bombo al “milagro”. Tampoco lo mostró el muy escuchado señor Julio Sánchez Cristo, cuando el mes pasado literalmente se puso la gorra de la marca de la alcaldía para seguir promocionando sin matices a los Char y sus amigos. Está excluido de la sesgada postal de maravillas de Barranquilla, junto a la repartija de la contratación pública entre compadres, la corrupción electoral y el río de sangre que dejan los muertos del narcotráfico. Debe ser que todo eso queda muy lejos del malecón y sus luces.
Es el rostro del señor Rafa, que podría llamarse Pedro, Juan o Miguel. 78 años. Ojos cansados, manos arrugadas y temblorosas y una precariedad en sus ropas viejas y sucias, aunque bien acomodadas, que a veces compensa con una sonrisa triste y sin dientes. Todos los días sale entre 6 y 7 de la mañana del barrio Villa del Rosario, en la zona suroccidental de la ciudad, a empujar a pie una carreta de reciclaje hasta las 4 de la tarde. Casi diez horas seguidas hurgando en los contenedores de basura de edificios o en bolsas en esquinas, recibiendo cualquier cosa de comer ofrecida por algún vecino o vigilante amables que ya lo conocen, para al final hacerse entre 7 y 15 mil pesos al día.
Por la noche, lo espera la casucha de paredes de madera, techo de zinc oxidado y bolsas y piso de barro que levantó en un sector de invasión. Ahí en ella, la soledad y el recuerdo de la mujer que se le mató por una caída y de los 15 hijos que me cuenta que tuvo y lo abandonaron, excepto uno que hace dos meses le mandó 40 mil pesos.
Villa del Rosario es una barriada popular barranquillera de ladera, con zonas en permanente riesgo, que históricamente ha contado dramas por deslizamientos en los tiempos de lluvias. La calle de tierra del señor Rafa está habitada por otros desplazados por la violencia (como él, que llegó desde Zambrano, Bolívar, en los Montes de María, huyendo de la violencia paramilitar), con quienes el reciclador comparte el uso de un tubo comunitario para coger agua y un totalizador para la energía eléctrica, del que se pegan algunos legal y otros ilegalmente. A Rafa apenas si le alcanzan las circunstancias para conectarse informalmente con un viejo e inadecuado cable, que pone a girar a medias las aspas de su destartalado ventilador de pie.
Son los pobres. Los ausentes en el relato del “milagro” barranquillero, narrado a punta de chequera para la prensa, de recorridos por la ciudad del malecón para sobar chaquetas y de la anulación de cualquier voz local crítica. Que la historia de este personaje se repite igual en cualquier otra ciudad del país, dirá ahora el coro charista, y eso es lamentablemente cierto. Pero con una diferencia mayúscula: mientras la pobreza se reduce de manera histórica en Colombia, y 21 ciudades avanzan en la materia, Barranquilla se estanca en las cifras de pobreza monetaria y retrocede en las de pobreza extrema, según reveló el DANE este año. En 2024, el 28 por ciento de los ciudadanos consultados en la encuesta de percepción del programa Barranquilla Cómo Vamos dijo considerarse pobre, y el 26 por ciento aseguró haber tenido que dejar de comer una de las tres comidas diarias porque no había suficientes alimentos. Todo eso, repito, mientras otras ciudades mejoran. Pero esta es Barranquilla, referente de Latinoamérica, como ha dicho Sánchez Cristo.
El señor Rafa lleva 14 años malviviendo en Villa del Rosario. Casi una década y media que no le ha alcanzado a los eficientes Char para lograr alguna política que redunde en la calidad de vida del viejo de mirada vencida, que podría llamarse Pedro, Juan o Miguel.
A juzgar por los mandatarios que eligen, son varias las sociedades dispuestas a sacrificar ética y moral por bienestar, pero un “milagro” que no mejora lo más importante se parece más a un fraude.