Como es usual siempre que arranca en firme la previa de año electoral en Colombia, los opinadores nacionales y la gran prensa en Bogotá están con sus luces puestas en las presidenciales. Especialmente, en el teatro de las presidenciales. En cada grito, cada silencio, las puñaladas en aquel partido, las jugaditas tramposas de este candidato, el baile ridículo de turno, las bodegas pagadas y regaladas, y demás movidas. Cada encuesta, cada posibilidad, cada chisme, le pone gasolina a todo ese ambiente. Hasta el minúsculo cascabeleo del aspirante que con menos cero posibilidades anuncia su “adhesión” a otro es registrado y comentado casi como si eso lo definiera todo.
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Mientras, al tiempo de esa función se lleva a cabo otro espectáculo igual de clave pero menos comentado en su minucia, en el camino del otro gran momento cuando hay elecciones de nivel nacional: la campaña a Congreso. Por muy fundamental que evidentemente sea el debate sobre el tipo de proyecto que propone un presidente, en Colombia son los congresistas los que van a definir la gobernabilidad de ese presidente y, por esa vía, su posibilidad de hacerlo realidad. Y esa definición casi siempre se hace en medio de un intercambio de favores y pactos burocráticos entre el Ejecutivo y el Legislativo, que convierte al Congreso en el eje del clientelismo y la corrupción del país.
Como si no se hubiera probado lo suficiente con mandatarios más afectos al Establecimiento, así ha quedado ratificado también con Petro, el que llegó con la bandera del cambio y la decencia política que después traicionó.
Fue ahí en la relación con el Congreso que el actual Gobierno expresó en buena parte la deslealtad con sus propias promesas. Evidencia de ello es el entramado de corrupción en el que se desviaron recursos de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo, que debían ser invertidos en llevar agua a comunidades empobrecidas en La Guajira, supuestamente para aceitar congresistas a cambio de aprobar las reformas pensional y de salud. Dos expresidentes del Congreso fueron capturados y llamados a juicio y dos exministros están acusados formalmente en ese caso, que no es el único. Como botón para la muestra, además, podríamos mencionar las cuotas entregadas por Petro a congresistas reconocidos por su recorrido clientelista, como el conservador Ape Cuello, que paradójicamente se volvió más poderoso que nunca con el petrismo.
Detrás de todos los congresistas tradicionales están, como se sabe, las maquinarias, los clanes o las mafias, que dominan el poder en las regiones y encuentran en las credenciales legislativas su arma principal para conseguir el poder burocrático —puestos y acceso a la plata pública— con el que se sostienen esas estructuras. Petro las montó en su proyecto desde la campaña. Lo hizo básicamente a través de su cuestionado e intocable superministro Armando Benedetti y de su exembajador Roy Barreras, campeones nacionales de la realpolitik y la componenda. No fueron pocas. Ahí en la lista están entre otros el clan Torres, el grupo del corrupto Eduardo Pulgar, la procesada por parapolítica Zulema Jattin, la maquinaria del parapolítico William Montes y parte del combo ligado a Enilce López, alias La Gata.
Desde entonces podía anticiparse lo amarrado que iba a quedar el Gobierno. Pero esas alianzas, repetidas cada cuatro años, no hacen parte del teatro en el que suelen concentrarse la gran prensa y los opinadores nacionales antes de que se abran las urnas. Se sellan bajo pocas luces, en las regiones, muchas veces ocultas tras eventos presentados como espontáneos y tarimas en forma de P o la letra de turno. En este preciso momento se están volviendo a cocinar. Son la jugada que atraviesa ambas campañas. La que sí define. Los nombres en las listas que se han armado bajo el paraguas de los distintos partidos y fuerzas van dando pistas. Pero falta mirar más hondo. Mirar más por lo que no dicen y menos por la puesta en escena que arman.