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Debe ser la mayor fantasía de cualquiera de los gobernantes autoritarios, abiertos o de clóset, que pululan en nuestra América Latina desde varias orillas. Un matrimonio: él, presidente; ella, vicepresidenta, en control de todos los poderes estatales, cada vez más millonarios, sin medios en libertad para cubrirlos ni oposición política que les haga sombra. Padres de casi una decena de hijos, varios de ellos funcionarios públicos con altos sueldos, cuyos caprichos son asunto de Estado. Sin que nadie pueda siquiera opinar al respecto. Y el que se queje, a la cárcel, al exilio sin nacionalidad o a la muerte. Y ya van para 19 años mandando. Con una conveniencia adicional: no los nombramos lo suficiente.
Una de las más recientes arremetidas a la democracia por parte de Daniel Ortega y Rosario Murillo, la miedosa pareja que rige los destinos de Nicaragua, es la reforma a la Ley de Ciberdelitos que, con respaldo de una Asamblea Nacional subalterna, incrementó el castigo a la propagación de noticias falsas y amplió su aplicación a nicaragüenses que estén fuera del país. La medida, tomada hace unas semanas, en realidad busca seguir amedrentando y aumentar el costo de informar a los periodistas que están en el exilio.
Es apenas un paso más en la supresión de derechos que, especialmente tras las manifestaciones contra el régimen y posterior represión de 2018 (en la que se contaron al menos 355 muertos, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos), se viene concretando en ese país. De acuerdo con organizaciones como Human Rights Watch, en Nicaragua se registran graves violaciones a derechos tan básicos como los de acceso a la salud, educación, empleo e información personal.
El desconocimiento de la libertad de expresión es una herida particularmente trascendental, en cuanto anula el disenso y la posibilidad de ponerle luz a todo el detalle de lo que ocurre. La Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) estableció a fines del año pasado que, de los países de la región, Cuba, Venezuela y Nicaragua se encuentran en el estatus “sin libertad de expresión”. Mientras, la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa 2024, de la organización Reporteros sin Fronteras, arrojó que Nicaragua lleva bandera al frente en el deterioro que se registra de este valor en más de la mitad de los países del continente (el informe destaca el caso de Chile, en donde se evidencia voluntad del gobierno por crear un entorno más seguro para los periodistas).
Hoy hay 278 periodistas nicaragüenses en el exilio. Con distintas medidas represivas, la dictadura ha cerrado 57 redacciones desde 2014 y clausuró más de cinco mil organizaciones de la sociedad civil. Son cifras de la Fundación por la Libertad de Expresión y Democracia (FLED) de ese país. Guillermo Medrano, director de la organización que funciona desde Costa Rica, me contó para esta columna que para Ortega la prensa libre siempre fue una adversaria y, en cambio, quienes solo lo aplaudían fueron bautizados por él como “medios del poder ciudadano”. Varios de esos medios terminaron dirigidos por hijos del presidente.
Por fortuna, en tiempos malos el periodismo se crece. Desde el exterior, 32 plataformas resisten y continúan publicando investigaciones que con pruebas ratifican al régimen como un enemigo de los indígenas, del medioambiente, del buen manejo de la plata pública, de las mujeres, de la diversidad y de todo lo que huela a disidencia.
La paradoja, como se sabe, es que el exguerrillero sandinista alguna vez fue considerado un luchador por la libertad que prometía un cambio frente a la brutal y corrupta dinastía de los Somoza. A veces, los enemigos se miran en el mismo espejo.
En Colombia, por evidentes razones de proximidad, afectos e intereses, hemos hecho del régimen de Nicolás Maduro en Venezuela la medida de nuestra (in)tolerancia a los autoritarismos. Deberíamos comenzar a incluir otro apellido.
