
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Fue una celebración de la vida. Un baile con frenesí esperanzado. La apoteosis de los que recuerdan que el sólo hecho de estar aquí ya es un milagro. Por estos meses, se despide Joaquín Sabina de los escenarios, y una nochecita húmeda de julio en Alicante, a orillas de su Mediterráneo, una plaza alegre ratificó el pacto de tenerlo como banda sonora y que el “hola y adiós” que bautiza la gira es, en realidad, el nacimiento de un nuevo para siempre.
Olía a sal y a nostalgia compartida. Una señora mayor con labios rojos bailó abrazada a dos muchachas. Varias parejas intentaron la foto de un beso o un abrazo enmarcado por el escenario. El hombre con bombín en un puesto de atrás alzó varias veces el vaso de cerveza al frente, como saludando a un viejo amigo. Una chica cantó con sus papás canciones que nacieron décadas antes que ella. Los miró la luna asomada detrás del viejo Castillo de Santa Bárbara, que se elevó como cerro tutelar de esa especie de felicidad sin tiempo.
Recordó Sabina, precisamente como lección del tiempo, que la primera vez que estuvo en esa plaza de toros fue hace unos 40 años porque se enteró que allí iba a tocar Serrat y quiso ir a verlo. No sabía entonces que luego iba a hacer tres giras enteras y a tener proyectos musicales y vitales no con el cantante Joan Manuel, sino con su hermano, El Nano.
Recordó también a su amiga Chavela Vargas, que cuando lo conoció le dijo que ella vivía en el bulevar de los sueños rotos. Recordó tanto Sabina: que aún nos quedan la memoria y más de cien pupilas donde vernos vivos, así el futuro se ponga cada vez más breve y la resaca más larga; que ser valiente vale la pena, así salga caro; que las caricias que la sangre amotinan se marchitan cuando las toca la sucia rutina; que tenemos el lujo de no tener hambre. En un manantial de canciones, un poco de tanta poesía que le debemos. Se vivió para cantarla.
Parafraseando a Borges, que decía que mientras otros se jactaban de las páginas que habían escrito él lo hacía de las que había leído, si hay algo que cuento agradecida son las veces que logré oír a mi artista favorito en vivo en los últimos 20 años, y no pude haber soñado una mejor sexta y última cita. Su país, el mar, el amor. En una ceremonia que se sentía fraterna, en la que nos unía algo simple y superior: la música y el gozo de estar vivos.
Cuando salimos, algunos nos enteramos de que, mientras tanto, apenas a 110 kilómetros de allí, en la vecina región de Murcia, otros encendían una chispa muy distinta: la del odio. Encapuchados xenófobos con insignias de ultraderecha, algunos con palos en las manos y a punta de gritos racistas, recorrían las calles de un pueblo buscando a quienes no encajan en su idea de “los nuestros”. Una “cacería” de inmigrantes azuzada desde chats llenos de desinformación sobre supuestos comportamientos de ciudadanos extranjeros, y declaraciones —esas sí reales— de políticos del partido de ultraderecha Vox prometiendo expulsar a millones de migrantes de España. La muerte de la poesía, las canciones, los abrazos. Dicen los de Vox que tienen derecho a “sobrevivir como pueblo”, pero ¿y así quién sobrevive?
Por fortuna, todavía en el bulevar de los sueños rotos una canción se burla del miedo. No son dos realidades distintas: es una sola, disputada palmo a palmo entre quienes abrazan y quienes empujan. Entre los que alzan la voz para cantar y los que la usan para sembrar terror. Podemos elegir de qué lado del escenario vivir. Y mientras haya quien escriba, cante o baile como si la vida aún valiera la pena, habrá esperanza.
Gracias por tanto, Sabina.
