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“¿Le parece justo amenazarme con una pistola, teniendo yo a mi hijo en brazos? ¡Son unos criminales! Eso es lo que son, se puede reír todo lo que quiera, ¡miserable!”.
Además de la brutalidad del abuso, uno de los asuntos más impresionantes del video en el que se ve a identificados miembros del Ejército agredir a población civil indefensa, incluyendo varios niños, en el sur de Córdoba, es el valor con el que una madre que carga a su bebé reclama a los armados por la atrocidad.
Los hombres la gritan, le apuntan con sus armas largas y cortas, la manotean, y ella permanece de pie en su protesta, en una escena que evidencia al tiempo lo peor del Estado y la dignidad y valentía de la que es capaz la mujer campesina.
“Es que ya estamos hartos de tanto atropello”, me dice un lanchero de la zona, cuando le pregunto por la actitud de la mujer.
Y ese cansancio ancestral tiene todo el sentido. Lo ocurrido en la vereda Bocas del Manso, del pueblo de Tierralta, es apenas el más reciente golpe a una maltratada y olvidada subregión del país, que para la mirada nacional solo existe cuando el sufrimiento queda registrado.
Por más de seis décadas, la gente del Manso y de las otras 233 veredas remotas que conforman ese extenso municipio (Tierralta es más grande que el departamento del Atlántico) ha visto pasar por su puerta todas las formas de violencia en Colombia: guerrillas liberales, EPL, FARC, paramilitares, sucesores de estos.
Más o menos hasta 2017, las Autodefensas Gaitanistas acosaban en el casco urbano con paros armados y un ejercicio de extorsión que incluye hasta a los funcionarios públicos, mientras las extintas FARC dominaban el sur rural.
Después del proceso de paz, el Estado no entró a ocupar los territorios rurales y por eso el monopolio de la criminalidad hoy está en manos de los frentes Javier Yepes Cantero y Carlos Vásquez de los gaitanistas, que fijan tributos, asignan tierra y ponen la financiación para el establecimiento de cultivos de uso ilícito, y luego compran la hoja de coca a los campesinos.
Es bajo el “Estado” de estos ilegales que viven en el Manso, en donde la institucionalidad jamás ha llegado, por ejemplo, ni con un puesto de salud (si alguien se enferma en la vereda, toca buscar una canoa o “Johnson” para que lo suba tres horas por el embalse de Urrá hasta el casco urbano) ni con un colegio (entre la población, de unas 70 familias, hay chicos de 15 y 16 años que aún no saben leer).
La desconexión con lo institucional pasa además por un dramático problema con la tierra. Buena parte de ese sur del sur cordobés, incluyendo Bocas del Manso, integra el área protegida del Parque Nacional Natural Paramillo, que nació en el 77 entre Córdoba y Antioquia, pero desde mucho antes tenía en sus terrenos residiendo a campesinos e indígenas Emberá Katío, que pasaron a ser invasores sin que mediara ningún proceso de negociación o hasta la fecha se haya dado por parte del Estado un saneamiento efectivo.
En estas horas luego de la agresión de los militares, campesinos e indígenas de veredas vecinas, como La Gloria, Palestina y Llanos del Tigre, se han desplazado al Manso para acompañar a las víctimas.
Porque en este corazón de la guerra en el Alto Sinú sigue haciendo falta todo, pero no carecen de solidaridad y coraje.
