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Es una batalla global, feroz y fundamental. Se libra en el escenario caótico de las redes sociales y sus protagonistas son periodistas e influencers que no sólo se disputan el título de informadores y los clics, sino —sobre todo— quién detenta la credibilidad. Ese monopolio, el de la verdad, lo perdió hace rato la prensa por ese auge tecnológico que democratizó la producción y por una justificada decepción moral: demasiados casos de connivencia con el poder y errores no reconocidos en los medios tradicionales, que fueron erosionando la confianza de la gente. Crece la curva de quienes prefieren creer en su influencer de referencia, alguien que da la cara, se muestra cercano y construye comunidad, mientras el periodismo sigue en deuda consigo mismo y pendiente de repensarse.
La pelea no es por cualquier cosa. Está en juego nada menos que la verdad, la información verificable. De una narrativa pública pueden derivarse políticas que impactan a millones, definirse gobiernos y, en general, afectarse muchas decisiones colectivas. Ahí están los influencers, como parte ya del ecosistema informativo, muchos de ellos con un genuino interés de contar mejor y ayudando a constatar que hace mucho tiempo ya que las formas de narrar se ampliaron y hay que asumirlo.
El problema es que ese papel transgresor de los influencers frente al periodismo clásico se ha convertido en terreno fértil para los proyectos políticos populistas, demagógicos y autoritarios, a los que el caos de la desinformación les resulta útil para avanzar, sin importar orilla. Mandatarios como Trump, Daniel Ortega, Milei, Maduro, Bukele, Petro —y faltan—, pueden diferenciarse en muchas cosas, pero coinciden en una: su desprecio por el periodismo que los incomode y la manipulación que logran poniendo a su servicio creadores de contenido en redes. Y en algunos casos, patrocinando medios “alternativos” que en realidad son un brazo para difundir sin chistar su discurso oficial.
El dictador Ortega los auspicia en Nicaragua bajo el nombre de “medios del poder ciudadano”. “Ustedes son los medios ahora”, proclama el lugarteniente del trumpismo Elon Musk desde su red social X, en una falacia disfrazada de democracia, que en realidad es una forma de anulación: si todos somos medios, entonces nadie lo es. Acá en Colombia, Petro se ufana de que sus trinos se ven más que cualquier programa de televisión, decreta que “las redes reemplazan al periodismo” y empodera a un grupo de influencers que sólo dice lo que el mesías quiere oír. Coincide Milei: “No odiamos suficiente a los periodistas”. ¿Verdad que se parecen?
Nadie que se llame a sí mismo demócrata puede celebrar que las redes “reemplacen al periodismo”. El periodismo —el buen periodismo, se entiende— se rige por unos códigos éticos y una rigurosidad que nada tienen que ver con la agresividad y el sesgo de los influenciadores que pretenden pasar por información periodística su activismo. Un periodista al servicio de un proyecto político no está haciendo periodismo, sino propaganda y clientelismo. Podríamos hablar de formación y encontrarnos en la transparencia de reconocer el lugar desde el que cada uno habla. Y en esas nuevas y creativas formas de contar.
Quizás el dilema no sea entonces periodistas vs. influencers, sino quién lo hace con ética y quién no. Porque en el periodismo de hoy pueden estar permitidas todas las formas, menos una forma: la de la mentira. Y no, las redes no reemplazarán eso.
