Esta semana, dos de los poderosos más visibles de Colombia recibieron golpes de manos conocidas. Por un lado, el presidente Gustavo Petro fue señalado en carta pública por el excanciller Álvaro Leyva de estar atrapado entre adicciones y chantajes. Por otro, el alcalde de Barranquilla, Álex Char, el más popular del país, fue acusado en X por un importante contratista de la ciudad de pedir coimas para entregar un negocio.
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No fue la prensa —la siempre fácil de culpar prensa—, no fueron personajes lejanos, no fue un anónimo. Fueron otrora cercanos aliados que tienen cómo saber lo que dicen los que, con nombre y apellido, suscribieron sus incriminaciones. Ambos casos coinciden en que ninguno de los acusadores ha aportado hasta ahora ninguna prueba, pero también en que esta no es la primera vez que se hacen aseveraciones parecidas sobre esos políticos.
Hay que recordar que, de los primeros en hablar del supuesto problema de consumo de Petro, fue su mano derecha Armando Benedetti —cuya adicción pública ha sido reconocida por él mismo— en 2023, durante el escándalo de los audios en los que el hoy ministro amenazaba a la canciller Laura Sarabia con hundir al Gobierno si no le daban un buen puesto. Que cualquier presidente consuma drogas se vuelve un asunto de interés de todos si llega a afectar su desempeño en el Estado: el tiempo de un gobernante es un bien público y sus disposiciones de ánimo pueden incidir en decisiones que atañen a miles de ciudadanos. No se trata, pues, de moralismos ni de estigmas personales.
Ni hablar de la idea de que el mandatario pueda estar siendo chantajeado por algunos funcionarios, un asunto no sólo alarmante sino incompatible con el ejercicio mismo del poder y más parecido a la lógica de la mafia. Esa inquietud sobre Petro ya la había manifestado la propia viceministra Francia Márquez en el primer consejo de ministros televisado, a principios de año. Y, como si las grabaciones filtradas de Benedetti no fueran lo suficientemente obvias, es una sospecha que se fortalece en los constantes intercambios públicos de boleteo y provocación entre ese ministro y su exaliada Sarabia.
En la orilla de enfrente, podemos ver a Álex Char incólume ante las acusaciones directas y reiteradas de corrupción que le han hecho en público: su exsocia política y examante, Aída Merlano; su amigo íntimo, Héctor el Oso Yogui Amarís; y, más recientemente, su examigo, el empresario y contratista Samuel Tcherassi. Todas las versiones coinciden en lo esencial: Char y su administración piden plata a cambio de entregar los grandes contratos de Barranquilla.
Imputaciones con claras diferencias y alcances, pero igual de serias. Lo más grave, sin embargo, no es lo que se dice de Petro y Char. Es lo que no dicen ellos mismos. Lo que no esclarecen, fuera de toda duda. En el caso de Char, su respuesta por años ha sido guardar silencio. Petro ha contestado que es adicto, pero al café y al amor. Sobre por qué mantiene cerca y en posiciones clave a figuras tan cuestionadas como Armando Benedetti (símbolo del clientelismo, señalado de violencia de género, investigado por corrupción) y Laura Sarabia (vieja alumna de Benedetti, cuyo papel en las chuzadas y el sometimiento ilegal al polígrafo de su niñera no ha terminado de aclararse), cero transparencia.
Uno es de izquierda, el otro de derecha. Petro predica el cambio, Char representa al poder tradicional. Pero en algo se parecen: la opacidad frente a sus cuestionamientos es más grande que las explicaciones que dan. Como si no tuvieran la obligación de darlas. Como si el puesto que tienen fuera una conquista personal y no una delegación temporal de confianza ciudadana.
En reacción a eso, el consabido sesgo ideológico que hoy tiene a muchos exigiendo pruebas a Leyva o descalificando a Tcherassi, según hacia dónde se incline la simpatía. Pero el deber de responder con toda claridad acusaciones como las que reciben estos dos dirigentes no le pertenece a ninguna orilla, sino a la democracia.