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Cubrir la política en las regiones no sólo es una manera de equilibrar el centralismo de los grandes medios: también sirve para confirmar la tesis del nobel colombianista James Robinson, quien dice que fundamentalmente todos los males estructurales de Colombia —narcotráfico, violencia, desigualdad— encuentran origen en la forma en que el país ha sido gobernado: por élites centrales que delegan el control de las zonas rurales y la periferia a élites locales cuestionadas.
Esa tesis, por supuesto más compleja, ayuda a entender la existencia de los clanes que se adueñan por años de regiones, casi siempre con el guiño de algún padrino en Bogotá. También, que la guerra haya golpeado con especial dureza a la ruralidad, y que existan dirigentes que se visten de estadistas en la capital mientras fungen de manzanillos en el resto del territorio. Pero, sobre todo, explica por qué la calidad de la democracia electoral en Colombia es más precaria entre más lejos del centro se encuentre uno.
Mientras el presidente Gustavo Petro inunda la red social X con ríos de caracteres —muchos incomprensibles y sin la más mínima consideración por la ortografía o la sintaxis— contra los males de esta dinámica, su gobierno en vez de combatirla ha optado por perpetuarla.
Si no, que lo diga Ape Cuello: el representante conservador del Cesar, viejo aliado del cuestionado clan Gnecco y ejemplar operador de la política tradicional y la clientela que, lejos de perder poder en la época “del cambio”, lo ha ampliado. Ayudó al Gobierno en el trámite de la reforma pensional y en esa liga puso nada menos que una ministra (la que estuvo hasta febrero en Deportes, Luz Cristina López). Entregar la hoja de vida de un ministro es un nivel de influencia que sólo grandes caciques como los Char habían alcanzado. Y, como era previsible, luego de ese logro, Cuello —a quien en 2022 le abrieron investigación por supuesta corrupción con la plata del Ocad Paz— gestionó mermelada por cerca de 14 mil millones de pesos para un alcalde de su cuerda, según reveló La Silla Vacía. En los corrillos de Valledupar, pocos dudan que su cercanía con el petrismo lo deja con fuerza para saltar al Senado en 2026.
En la lista de maquinarias regionales favorecidas por Petro se cuentan también varias del Partido de La U, al que en 2023 le entregaron la Fiduprevisora a través de su bancada en Cámara. Entre ellas, la del gobernador de Córdoba, Erasmo Zuleta Bechara, padrino político de la representante Saray Robayo Bechara, quien ha alcanzado fama nacional más por ser la pareja del símbolo de la corrupción Emilio Tapia que por su gestión. También, los Torres, el clan del Atlántico que, tras financiar la campaña presidencial, ha recibido contratos y cuotas burocráticas. Y los Calle, de Montelíbano (municipio cordobés), que se volvieron petristas y llegaron a tener un presidente de la Cámara: Andrés Calle, hoy preso y en juicio por presuntamente recibir coimas a cambio de apoyar las reformas del gobierno en el Congreso. Y el cacique paisa, Julián Bedoya, cuya red política recomendó a la exministra de Vivienda Catalina Velasco. Y, claro, el hombre más poderoso del Estado: el ministro Armando Benedetti, profesional de las volteretas políticas que pasó dos décadas en el legislativo no precisamente por voto de opinión.
Algunos defensores del petrismo justifican estas alianzas con el argumento de que el sistema está tan podrido que no hay forma de avanzar sin malas compañías. Pero es justo al revés: son las malas compañías las que impiden cualquier transformación real. A los clanes políticos no les conviene que haya igualdad o inclusión política porque ambas debilitan la dependencia de las clientelas a las que compran los votos. Evidencia de ello ha sido, entre otras, que una reforma política de fondo jamás haya podido avanzar en el Congreso dominado por estos grupos.
En el mismo sentido de lo que señala Robinson, se necesita un gobierno que demuestre que existe una forma distinta de operar, y este no fue.

Por Laura Ardila Arrieta
