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Tenía entonces 23 años y siempre había querido ser reportera. “Como esos que salen hablando con micrófono en la televisión”, le decía a su mamá. Por eso desde los 11, cuando llegó la radio a su pueblo, se presentó en la recién nacida emisora y le permitieron hacer entrevistas y contar cuentos.
A los 17 se mudó a la capital y con un subsidio logró entrar a la universidad a estudiar periodismo. Gracias a la recomendación de uno de sus profesores, comenzó enseguida una carrera en prensa escrita documentando la lucha campesina frente a la expropiación estatal debido a un megaproyecto de infraestructura.
Tenía entonces 23 años, y parecía que no le daba miedo nada. Cuando el dictador y sus secuaces desataron la represión permanente, le propuso a su jefe hacer un reportaje sobre la venganza del régimen en contra de los pocos dirigentes que le quedaban a la oposición.
Así es que el jefe le permitió disponer de una camioneta, cámaras para video y foto, y junto a dos compañeros marcharse monte adentro, al norte del país, para retratar la situación de los alcaldes de unos cuantos pueblos perdidos. Era 2019 y Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo enarbolaban con descaro la bandera de la supresión de derechos en Nicaragua, al año siguiente del levantamiento ciudadano en su contra por el que terminaron muertas más de 300 personas, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
La reportera y su equipo encontraron una de las alcaldías quemada. Desde el principio del viaje, fueron hostigados por motorizados del ejército paramilitar que los Ortega legalizaron luego con el nombre de “policía voluntaria”. Los persiguieron y amenazaron diciéndoles que no podían estar por ahí haciendo preguntas y que quedaban identificados. En un paraje a la salida de uno de los pueblos, los detuvieron unos policías uniformados. Les borraron el material que habían alcanzado a grabar. Les pidieron los nombres de sus fuentes. Les desarmaron el interior de la camioneta. “Ahora se quitan la ropa”. Eran unos 20 hombres con trajes antimotines y fusiles AK-47 cruzados. Uno de los periodistas intentó pedir que no le hicieran eso a su compañera. Lo empujaron. “¡Desnúdense!”. Y tuvieron que hacerlo. Ella recuerda ahora que fueron 30, 40 eternos minutos. “Está buena la chaparra”, alcanzó a escuchar que decía uno de los victimarios. Para humillarla más, la hicieron caminar varias veces de un lado a otro. Después, los dejaron ir. No sin antes advertirles que si seguían con el reportaje podía pasarles algo.
Tenía entonces 24 años ya. Habían pasado unos meses en los que se dedicó a cubrir atropellos en protestas, le metieron una paliza y —de nuevo uniformados— le gritaron “putita” y “te vamos a violar” durante una transmisión en vivo por redes. Fue cuando asumió que abandonaba su país o terminaba muerta. En un avión por Costa Rica rumbo a España y sin mucho en los bolsillos. Distintos programas para refugiados le han dado la mano en algunos periodos puntuales. En el camino por hacerse una vida de este lado del mundo, ha tenido que trabajar como empleada doméstica de una anciana que le exigía limpiar los pisos con un trapo arrodillada, en una miscelánea, en call centers. “Una vez acepté el trabajo en una cocina, me fui de valiente, porque yo no sabía cocinar ni un huevo”, y se ríe. Porque, por fortuna, aún se ríe. Ya superó las pesadillas y el miedo al ver policías en la calle. Aunque con su mamá apenas si puede hablar de vez en cuando por teléfono, siempre con temor a que las estén espiando. Por las noches, cuando en Centroamérica aún es de día, se conecta con colegas para intentar seguir contando historias, así cada vez haya más dificultades para acceder a la información y sea a cambio de poco o nada.
Tiene hoy 29 años. Se llama María Gómez, está doctorada en pérdidas, pero también en resistencia y es una reportera ejemplar. Hace parte de los casi 300 periodistas nicaragüenses que están en el exilio por culpa de la brutal dictadura Ortega. El exguerrillero disfrazado de salvador que prometía un cambio comenzó graduándolos de enemigos del pueblo y terminó cerrando más de 50 redacciones y arrebatándoles hasta la nacionalidad. “El 100 por ciento de la prensa independiente en Nicaragua está en el exilio”, señaló hace unos meses la vicepresidenta de Reporteros Sin Fronteras, Edith Rodríguez. Por ahora en España, la dinámica de vida se repite así para muchos: en el día, laborar en el almacén, en la construcción, en el campo levantando cebollas, en el hotel, en la cocina. Por la noche, prender el computador, aferrarse a la montaña para seguir siendo periodistas, para no caer.
