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Que se incendió la finca y que mi abuelo no estaba. Que ella se había quedado con otra señora que se llamaba Ninfa. Ya estaba acostumbrada a que mi abuelo viajara o que llegara muy tarde, en la madrugada, después de alguna fiesta. En alguna de esas fincas que administraban, ella se quedaba con los trabajadores, que jamás la irrespetaron, que solo la cuidaron. O sola. Y durante esas noches leía “El Quijote de la Mancha”.
Que por el humo las vacas comenzaron a desesperarse. Y ella, que vio el carro de la finca, pero no sabía manejar, llamó a gritos a su compañera —que por fortuna sabía ensillar caballos— para que intentaran salvar algo. Y las salvaron a todas. Cada una de esas vacas fue acorralada por mi abuela y su compañera para que no murieran achicharradas. ¿Y mi abuelo? Ni por enterado. ¿Cómo se iba a enterar? No había ni teléfono. El que no se salvó fue el burrito. Por allá abajo, bien abajo, quedó calcinado, porque a ese no lo lograron agarrar.
Después de controlar la urgencia mi abuela salió a la carretera y se montó en algún bus. Llegó al pueblo y le mandó a mi abuelo un telegrama contándole que la finca se había quemado, pero que las vacas no, que estaban bien. Que el burro sí se murió, pero que ellas sobrevivieron al incendio. Y que fue gracias a ellas, montadas en caballos y aguantando la respiración para no ahogarse por el humo.
Mi abuela se llama Margarita Nieto. Le decimos Margot. Esta historia la ha contado muchas veces, pero siempre como si fuera la primera: como si acabara de recordar que fue la salvadora del ganado en algunas tierras del departamento de Cesar. Sus memorias más claras son las de su infancia y su juventud, que no acabó hace tanto, o eso creo cada vez que la veo: es madre de cinco hijos, tiene 89 años, pero vive como si la mortalidad no fuese para ella.
En este momento estoy sentada en su cama, escribiendo la primera columna de mi vida. Se la quiero dedicar a ella, porque sus historias son las ventanas más cercanas que tengo a lo que fue presente para los de atrás, con el permiso de Héctor Abad Faciolince y el título de su libro. Y son testimonios: en el mundo había gente que se aburría y surgía. No que se aburría y se moría, como ahora tememos todos.
Además, mi abuela es un recuerdo de que, en su soledad, eligió de acompañante al Quijote, algunos pasillos y otros cuantos boleros. Este espacio será para registrar sus recuerdos en el periódico que ella leía, en El Espectador. Será, además, para guardar los de otros abuelos: las canas y las grietas de la piel cuentan historias que aquí se convertirán en pistas.
Una columna para dejar la soberbia y callarme ante la experiencia. Para recordar que mi abuela se convirtió en artista. Para aprender de otras canas con otros apellidos. Para defender el arte y las conversaciones. Para ser otra suerte de escultura que conserve las huellas de Margot y de su país.
