Margot estaba sola en la finca y escuchó que alguien la llamaba. Cuando salió, vio a uno de los trabajadores de mi abuelo: “Niña Margo, que tenga almuerzo para don Francisco y los señores que llegaron de Valledupar”. Esos señores eran ganaderos y había que atenderlos, pero en la casa solo había gallinas. Gallinas vivas. Margot jamás había matado una gallina.
Al llegar, los señores ensillaron los caballos y se fueron con mi abuelo a los potreros para ver al ganado. Mientras los hombres miraban vacas, mi abuela correteaba gallinas: logró acorralarlas y agarrar a una más o menos gordita. ¿Y quién la mataba? ¿Cómo se mataba a una gallina? Se asomó a ver si pasaba alguien. Nada. Esperó 10, 15 minutos con la gallina amarrada. Nada. No tenía más tiempo y ese sancocho no se iba a hacer solo. Miró un cuchillo. ¿Será que la decapito? No, no me atrevo, pensó Margot. ¿Y cómo le tuerzo el pescuezo? No, menos.
Le amarró la cabeza a un poste. Con una cabuya diferente le agarró las patas, se envolvió esa pita en una mano y comenzó a correr. La gallina luchó todo lo que pudo, hasta que Margot sintió que paró, así que se giró para revisar. La había ahorcado.
¿Y qué sentiste?, le preguntó mi mamá, quien me ayudó, junto con mi tía Laura, a hacer la reportería para esta columna.
¿Qué sentí? Nada, querida, yo lo que quería era que esa gallina quedara bien muerta para hacer ese sancocho.
A sus 18 años, mi abuela ya había escuchado que, después de matarlas, a las gallinas había que colgarlas de las patas para que la sangre se le fuera a la cabeza, así que así lo hizo. Puso a hervir agua para pelarla, la metió a la olla para que se le aflojaran las plumas, la sacó, se las quitó, le abrió la barriga para sacarle “las menudencias” y, cuando los señores llegaron con mi abuelo y el negocio del ganado cerrado, el almuerzo estuvo listo.