—¿Te caliento arepita con cuajada? —me preguntó después de saludarme. Le recordé que yo no desayunaba y le pedí un café negro. No supe qué la impresionó más: que no desayunara o que le pidiera un tinto así, sin leche ni azúcar. Mientras lo preparaba, recordó a Milcíades.
Antes de que mi abuela fuera madre, ella y Kiko, mi abuelo, vivían en fincas de la costa. Él conseguía trabajo administrándolas y ella, mientras él salía a revisar que todo funcionara, se quedaba sola.
Uno de esos días, un hombre le tocó la puerta. Era moreno, tenía “mirada amable” y llevaba una rula sin vaina en una mano (un machete largo sin mango) y un talego con ropa en la otra. Preguntó si en la finca había trabajo. Ella le contestó que no sabía, pero que podía esperar a Francisco, su esposo, para averiguarlo. Él preguntó si había algo para hacer.
—No tengo agua —le dijo ella.
Milcíades venía de Mompox y desde el primer día dio muestras de su iniciativa: a un palo que encontró cerca de la casa le amarró dos ollas y se fue caminando hasta la quebrada. Al rato regresó con el agua: en la casa no había acueducto y, generalmente, un trabajador y un burrito se encargaban de traerla.
Mi abuela le calculaba unos 35 años; no era flaco, pero tampoco gordo. Esperó pacientemente a mi abuelo, que le dio trabajo en algo que ella ya no recuerda: de vaquero, arreglando cercos o alguna cosa similar.
Se acordó de él al hacerme el tinto porque Milcíades se despertaba a las tres de la mañana, se iba a bañar a la quebrada —donde también lavaba su ropa—, regresaba con el burrito y las tinajas de barro llenas de agua, y preparaba el café. A las cuatro, cuando ya estaba fresco y listo, mi abuela sentía el toque en la puerta: —Niña Margot —decía él. Ella salía con una bata a recibir la taza hirviendo.
Después del ritual, Margot le abría el corral para que salieran los terneros, que se pegaban a las treinta vacas de la finca, y él iba ordeñando a medida que ellas soltaban la leche.
Mi abuela dice que fue uno de los mejores empleados de Kiko —un jefe exigente— y uno de sus compañeros durante las temporadas en que mi abuelo se ausentaba por trabajo. Meses y meses de despertarse con el tinto de Milcíades. De ser la Niña Margot.