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La gente tomaba mientras bailaba. Entre copas y gotas de alcohol que se regaban por la euforia, iba agotándose el licor. Poco a poco fueron a sus casas, al campo, pero, a medida que iban alejándose, unos a pie y otros en mula, se iban cayendo... uno por uno. Todos terminaron desplomados en esa carretera destapada que mi abuela comenzó a recorrer a caballo para acercarse: estaban muertos.
Ese sueño fue tan vívido, que Margot se despertó alterada. La forma de comunicarse era a través de telégrafo, pero costaba mucho —cobraban por palabras—, así que el periódico era su medio de comunicación. Vivía en Barrancabermeja y, para llegar a la “civilización”, tenía que recorrer la ciénaga San Silvestre en canoa. Eso lo hacía a diario Chepe, el hermano de mi abuela, que esa mañana se fue un poco más afanado de lo normal hacia el puerto, pensando que a ella se le había zafado un tornillo y que tenía que conseguirle El Espectador (ese era el que leían, confirmado por mi abuela) para demostrarle que la pesadilla solo estaba en su cabeza.
Por esos días, en Pailitas se celebraban las Fiestas de la Virgen del Carmen. En unas carrozas que arreglaron para los desfiles, montaron unos cilindros que habían conseguido en un almacén muy grande llamado El Jairo, de un señor Quintero. Era de repuestos. Hacía meses que esos cilindros habían servido para embotellar ácido de baterías de carros y a los organizadores se les ocurrió una idea: lavar los cilindros y envasar cocteles gratuitos para los campesinos. La novedad de la fiesta recorrió todo el pueblo, regalando licor a través de mangueras.
Chepe regresó pálido: en el periódico se registró la noticia de que un montón de campesinos estaban a punto de linchar a los organizadores de las fiestas, que habían envenenado a todo el que probó la bebida gratuita. Al leer la noticia, mi abuela tuvo que pedirle al hermano otro favor: “Cómprame un tiquete, que me voy a buscar a Francisco”.
Mi abuelo, a quien le decíamos Kiko, trabajaba con Bavaria y estaba entregando pedidos de cerveza para la fiesta. Ya tenían a María Helena, mi tía mayor; así que mi abuela se embarcó con su bebé en un viaje incierto esperando que uno de los envenenados no fuera mi abuelo.
Con su niña en brazos y una maletica, en el aeropuerto de Ayacucho, Kiko, Margot y la bebé se encontraron: mi abuelo estaba recogiendo al Ejército, que tenía que ir a Pailitas a evitar que lincharan a los creativos que, sin quererlo, mataron a un puñado de campesinos entusiastas, y mi abuela estaba buscando a su esposo, el padre de Nena, que, por fortuna, no probó el coctel mortal.
