A mi tío Antonio le saltaban los crespos rubios alrededor del cuello. Un “tuntulientico”, como lo describía Margot por su caminar desequilibrado de pasitos cortos y rápidos. Cuando la familia se mudó de la finca al pueblo, a Pailitas, comenzó a repetir que quería devolverse para “yaya”.
La finca que el niño extrañaba se llamaba La raya: una casa grande, de pasillos anchos, donde había gatos, perros y gallinas. El campo ofrecía un horizonte mucho más amplio que el de la nueva residencia, que, aunque mi abuela Margot también recuerda como un buen lugar para una familia de dos padres con tres hijos, no era comparable al campo para un niño de cuatro años.
Se instalaron en una casa junto a la carretera, a pocos pasos del lugar donde el bus de El Carmen, Norte de Santander, solía detenerse para recoger a los pasajeros de Pailitas.
Margot cerraba las puertas del frente para que los niños no se salieran, pero un miércoles se descuidó. Como era habitual, el bus se parqueó en el mismo sitio, esperando a que se llenaran los cupos, y entre los pasajeros se subió un niño rubio que se agarró del tubo junto a la puerta. Es probable que el conductor pensara que era hijo de alguna de las señoras que acababan de subir, así que arrancó, y Antonio se quedó paradito a su lado durante todo el trayecto.
Margot pasó horas buscando al niño por la casa. Cuando comprendió que no estaba adentro, salió a la calle gritando su nombre. Los vecinos, al oírla llamar a Antonio, se acercaron a ayudar. Revisaron incluso el pozo de donde sacaban agua, temiendo que hubiera caído. Cuando mi tía Nena y mi mamá regresaron de la escuela, se alarmaron: llegaron carros de otras fincas, y más madres comenzaron a gritar junto con mi abuela. El pueblo entero se conmocionó.
Una hora después de que mi abuelo llegara y se uniera a la búsqueda, una señora se acercó a Margot y le dijo: “Ese niño que ustedes describen se subió al bus de El Carmen esta mañana. Yo lo vi”.
Mi abuelo y algunos vecinos se subieron a un jeep y partieron hacia El Carmen. Conocían al conductor, que al llegar al destino final se encontró con un niño que nadie reclamaba y que solo repetía: “yaya”. Sin saber qué hacer, se lo llevó a su casa.
Cuando sus hermanas solteras lo vieron entrar con un muchachito rubio de mejillas rosadas, armaron un alboroto. Él explicó por qué traía ese niño en brazos y ellas lo recibieron como un regalo, como un muñequito nuevo que Dios les había enviado para cuidar.
Antonio fue acogido por aquellas desconocidas que le hablaban entre risas y le seguían el juego de la “yaya”. Comió, jugó con los perros y gatos de esa nueva finca a la que había llegado por su cuenta, con apenas cuatro años.
Mi abuelo, que medía 1.80 y tenía una voz gruesa que acentuaba su tono paisa, saludó desde la puerta para que lo dejaran entrar.
—¡Llegó papááá! ¡Yayaaa! ¡Papitooo! —gritó Antonio al verlo.