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Mientras nos tomábamos unos vinos en el balcón, sonaban Los 50 de Joselito, el grupo que siempre nos recuerda a la tía Sonia, y le dije a mi abuela que yo no quería vender el apartamento en el que estábamos. Que esta era mi casa y que no me creía capaz de soltarla nunca. Ella me miró extrañada: ¿y por qué estabas pensando en venderla? Yo me quedé callada. Luego me dijo: “A mí no me gusta recordar. Yo prefiero no volver a algunos momentos, sino ocuparme en el presente”.
Margot tuvo cinco hijos y ha perdido tres. Mi tío Antonio murió en 1990: estaba en frente del edificio de este apartamento, sentado, escuchando un partido de Nacional con otro equipo que ya no recuerdan los que me han contado la historia tantas veces, y unos tipos llegaron a preguntarle por una dirección. Y se lo llevaron. Jamás volvió. A los tres días apareció en un anfiteatro con tres tiros en el cuerpo. Mi tía Nena, María Helena, murió de cáncer de seno. Era la mayor. Mi tía Sonia, la última en morir, la más vital, la que jamás se enfermaba, viajaba de repente, sin avisar, sola, a lugares insospechados, la enfermera que atendía a cuanto paciente se encontraba por la calle, la que amó a sus sobrinos como si fuesen sus hijos, murió el 7 de junio de 2019, el día de mi cumpleaños, de cáncer, y desde ese día mi abuela decidió que ya no recordaría más.
“¿Quién se iba a imaginar que Sonia se moriría primero que yo?”, me dijo Margot. Yo le contesté que nadie y le mostré mi argolla: como amé tanto a mi tía, y como se murió el día de mi cumpleaños, lo tomé como una suerte de mensaje, de llamado, y me mandé a hacer un amuleto con sus anillos de oro. Los derritieron y me hicieron una argolla que ahora me pongo cuando viajo, tengo alguna presentación importante o cuando simplemente siento que necesito un refuerzo. Una ayudita extra. Una extensión para la vida de ella, que se apagó muy rápido.
Sonia luchó como nadie por su vida. Su terquedad nos conmovió. Nos sigue conmoviendo.
Mi mamá me cuenta que, cuando murió, mi abuela se recostaba sobre su cuerpo y decía: “No, no te podés ir. No primero que yo. No te podés morir”.
Ahora mi abuela, que tiene 88 años, se inventa planes para mantenerse ocupada: riega las plantas dos veces al día, limpia un polvo inexistente de los muebles, barre y trapea, intenta escaparse sola a “loliar”, o a lo que sea. Pide paseos. Me dice que si me quedo, que desde aquí puedo trabajar. Se la pasa huyéndole a las ausencias de nuestra familia. A que no quiere estar sola, ni aquí ni allá: tampoco cree que Antonio, Nena y Sonia estén en algún lado. Quiere creer, pero no puede. Y tanta ausencia junta le pesa mucho, así que prefiere limpiar. Limpiar lo limpio, regar y regar lo vivo, ver en vitrinas lo que ya tiene. No recordar.
