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Para la escritora dominicana Sorayda Peguero Isaacs no se trata de la vida que ha vivido, sino de con quién la ha compartido.
Lo más significativo está en los encuentros con personas, lugares o cosas y cómo los pequeños gestos ocurridos en esos tiempos condensados persisten en contar una historia. Se sabe que la memoria, cuando palpita, más vale complacerla elongándola con letras, conversaciones o alguna foto del momento preciso.
Eso es lo que hace Peguero en su más reciente libro Doce encuentros y una despedida (Frailejón Editores), con ilustraciones de Alejandra Vélez Giraldo. Desde una cubierta de tela, el texto/tesoro nos propone un encuentro cercano, personal, a través del tacto. Las ilustraciones de Vélez Giraldo son evocadoras y juegan con elementos propios para ir más allá de lo que está escrito y quedarnos bailando con ellas un rato. Luego, viene la propuesta narrativa a la que nos acogeremos sin dudarlo: “necesitamos de los demás para acceder a partes de nosotros que, de otro modo, permanecerían ocultas”.
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En esta serie de relatos o ensayos breves, Sorayda Peguero nos embelesa con la historia de su pelo o de sus moños y sus trenzas. En Herencia, habla de cuando quiso desrizarse como un rito de transición o de ocultamiento. Luego se reconciliaría con sus crespos, como quien vuelve a su “caribeñidad” que es “lenguaje, ritmo y también movimiento. Una estética del placer que remite a lo poético para exorcizar la violencia”. Caribeñidad que empieza con el cuerpo.
Parte de la fuerza de su escritura, que ya nos ha demostrado en sus columnas, está en escoger escenas y lugares tranquilos y aun así desatar en ellos una fuerza de tensión, de viaje hacia el fondo con apenas una mirada, un pensamiento: “un aprendiz de jardinería debe eludir las provocaciones de la impaciencia. Debe cultivar la virtud de la espera y comprender que su tarea necesita, además de pasión, alguna dosis de agresividad. La belleza -lo mismo ocurre con la alegría- siempre está bajo amenaza”.
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La despedida tras los doce encuentros es una carta bellísima a su amigo Karim Ganem Maloof, de quien recuerda sus conversaciones con audios largos por WhatsApp llenos de sonidos de aves y de mar. Con él hablaban de películas y de escenas que bordeaban esa palabra que no se quiere pronunciar, como la que representa Virginia Woolf y el pájaro que muere, pero solo para volver de donde ha venido.
¿De dónde hemos venido? No se sabe. Pero todo parece indicar que de un jardín. “Te fuiste de viaje a uno de esos lugares que tienen cientos de árboles y cielos abiertos (…). Dime que te fuiste a escribir sobre todo lo que existe, a ver pájaros (…). Dime que te crecieron las alas”, le dice la escritora a su amigo, y a nosotros, dejando para más tarde la despedida definitiva.
