El pasado 14 de marzo, Netflix estrenó Adolescencia, una serie de Stephen Graham y Jack Thorn, que produjo Brad Pitt. Tiene cuatro capítulos, cada uno de una hora, y narra la historia de un niño de 13 años que asesina a una de sus compañeras de colegio. Puesto así, suena a thriller macabro, pero el asesinato, a pesar de ser el centro de todo, no es en lo que profundiza la serie. Adolescencia es en realidad una reflexión inmersiva que describe de forma visceral cómo un único acto violento, en apariencia individual, repercute en una sociedad completa.
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Por un lado, nos revela los escabrosos alcances de la misoginia poniendo en la pantalla un fenómeno reciente, pero peligroso: la machosfera o manosfera. Se trata de foros, chats, websites y otros espacios de reunión virtual en los que hombres que han sido rechazados por las mujeres se dedican a odiarlas hasta el punto de querer matarlas. Se auto denominan incels, acrónimo de célibes involuntarios, y se rigen por una reinterpretación del principio de Pareto, filósofo italiano que sostenía que en Italia el 80 % de las tierras pertenecían a un 20 % de la población. Para los incels, el 80 % de las mujeres está interesada solo en el 20 % de los hombres, lo que convierte al resto en célibes involuntarios.
Por el otro lado, nos pone en la piel de quienes son víctimas colaterales del asesinato: los padres, que se culpan, no terminan de entender y quieren, sobre todas las cosas, creer en su hijo; la hermana, que termina expuesta al matoneo, el escarnio y la crueldad; los compañeros de clase que deben pasar por investigaciones policiales y todas las violencias que puede representar compartir colegio con un asesino y su víctima; los policías, que se esfuerzan por encontrar motivos y mantener la neutralidad ante un feminicidio con protagonistas menores de edad, y la sicóloga encargada de emitir un concepto sobre el victimario, que pese a su profesionalismo, se ve agredida y confrontada por la naturaleza del caso.
Adolescencia es un relato ficticio –sus creadores han sido claros en ello, aún cuando han querido asociarlo a diferentes casos puntuales– que ejemplifica en cuatro capítulos la teoría de Johan Galtung: la violencia directa, o sea la que vemos, es solo la punta de un triángulo sostenido por una base sólida de dos esquinas: la violencia cultural y la violencia estructural. En este caso, el feminicidio es esa punta, y todas las otras violencias ejercidas y recibidas son la base. Cada acto violento que perpetuamos repercute en un radio extenso de la sociedad, la acción directa puede, con esfuerzo, perdonarse y restituirse, pero esa violencia colateral queda impune y se convierte en tierra fértil para más violencia.