El miércoles pasado fue el Día mundial de la prevención del suicidio.
Suicidarse, sí, es matarse.
Saltar de un piso alto o atragantarse con pastillas son suicidios sincrónicos.
Pero existen suicidios diacrónicos que se gestan de a poco.
Tener depresión y no tomarse los medicamentos que recetó el psiquiatra.
Tener ansiedad y exponerse a situaciones detonantes.
Padecer de brotes psicóticos y guardarlos en secreto.
Suicidarse, también, es sucumbir ante el intento de autodestrucción progresiva.
Es rendirse en la eterna lucha contra el deterioro.
Es bajar los brazos y dejarse ir.
Y no por cobardía, ni por pereza, ni por desidia.
No por ingratitud con los astros, los dioses o la vida.
No por falta de fuerza
ni de ganas
ni de voluntad.
Es porque la enfermedad, endemoniado parásito invasor, crece adentro, se adueña de lugares que antes eran seguros e implanta sus ideas distorsionadas.
Sobre nosotros, no merecemos.
Sobre ellos, no les importamos.
Sobre el mundo, vamos sobrantes.
Suicidarse, en diacrónico, es ir perdiendo la batalla.
Dormir de más y comer de menos
o dormir de menos y comer de más.
Callar.
Reprimir.
Evadir.
Naturalizar lo que hace daño.
Aislarse.
Escribí esto hace un buen tiempo, mientras pasaba por una de las crisis depresivas más fuertes que he tenido. La buena noticia es que, al pedir ayuda, se pueden bajar los brazos y encontrar muchas manos dispuestas a no dejarnos ir.