María, la maestra vichera, me estira una mano delgada y huesuda. Lo hace con parsimonia, sin ese afán que caracteriza las presentaciones entre periodistas y sus fuentes. La acompaña el menor de sus ocho hijos, que acaba de cumplir 25 años. Hacemos la entrevista de rigor: me explica que para preparar el viche, dependiendo de la cantidad, puede necesitar hasta quince días: “Uno muele la caña, la mete en un tanque y a las 5:00 a.m. del otro día le saca la casacha. Cuando ya es la hora, pega la olla, echa el guarapo, le mete candela, y ya”.
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Cuando apago la cámara, María se relaja, se ríe y me alcanza un vaso de viche curao’. Que no puedo tomar, le digo, que estoy trabajando. El viche no emborracha, responde ella, y me tira una mirada de entre regaño y burla. El viche sirve para el calor, para la salud de la mujer, para la salud del hombre, para los males del cuerpo. ¿Cómo así?, pregunto intentando picarle la lengua, ¿el viche embaraza? El viche no, el que embaraza es el hombre, usted ya debe saberlo. Pero el viche le da la fuerza.
Nos reímos juntas. Le doy un sorbo grande al vaso y el viche me calienta la lengua, la garganta, el pecho y, por último, el estómago. Está rico, le digo a María, pero fuerte. No me escucha, o prefiere ignorarme. Me termino el trago en silencio, le agradezco y le estiro la mano para despedirme. ¡¿Y es que acaso usted no quiere tener hijos?!, me suelta de repente. Le doy la explicación que tengo memorizada hace rato: “sí, pero cuando tenga tiempo para ellos”. El tiempo lo hacen ellos cuando nacen, me dice muy seria, entre más pronto los tenga, más los va a poder disfrutar.
Me estira la mano, le doy un abrazo y salgo de ahí con una botella de viche.