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En Afganistán se prohibió el sonido de la voz de las mujeres. Ocurrió a través de un documento de 100 páginas y 35 artículos, que materializa la ley de Propagación de la Virtud y prevención del Vicio. Así se llama. Con “V” mayúscula en Virtud y en Vicio. Las mujeres no pueden recitar, usar un micrófono, dar discursos, ni cantar. Esto último me paraliza: las mujeres afganas no pueden cantar.
Desde el principio de los tiempos, la única expresión artística que no le ha sido negada a las mujeres es el canto. Incluso, cuando tenían prohibido interpretar instrumentos o integrar orquestas, podían cantar, según dice la musicología de género que tiene que ver con la idea de mujer-cuerpo y hombre-mente que existía en la antigüedad. Una trompeta era una herramienta y las herramientas necesitan mente. La voz sale de la garganta y la garganta es cuerpo, igual que la mujer. Con el canto -silbidos y sonidos- se comunicaba la mujer primitiva con sus hijos. Con el canto, las monjas medievales manifestaban su fe. Con el canto, las buenas esposas del siglo XIX se lucían en sociedad. Con el canto, se movilizan las activistas por los derechos de la mujer: “cantamos sin miedo, pedimos justicia, gritamos por cada desaparecida”.

En 1911, Ethel Smyth, compositora británica y primera mujer a la que la Metropolitan Ópera House de Nueva York le programó una ópera, escribió La marcha de las mujeres, un himno que las integrantes de la Women’s Social and Political Union, una organización que luchaba por el sufragio femenino, cantaba en las calles. En uno de los múltiples arrestos de los que fue objeto durante las protestas, Smyth terminó en la cárcel por dos meses. Las demás sufragistas se reunían bajo la ventana de su celda para marchar y cantar mientras ella las dirigía con un cepillo de dientes. Aun sin voto, la música les daba voz.
Así que, intentando entender, investigo. El de los talibanes es un gobierno fundamentalista que se rige por la sharía, un código de conducta que establece normas para todo: los rezos, los ayunos, la ropa, los castigos, los salarios. Todo. Lo conforman tres cosas: el Corán, las enseñanzas de Mahoma y la fatuas… Las fatuas como la que le impuso el Ayatolá Jomeini a Salman Rushdie y que ocasionó que un joven lo acuchillara quince veces delante de todos los asistentes a una de sus conferencias por haber escrito Los versos malditos, un libro de ficción inspirado en su niñez.
Sigo. El 15 de agosto del 2021, los talibanes se tomaron por la fuerza el poder en Afganistán e impusieron su gobierno fundamentalista. Las mujeres que tenían profesiones y las ejercían públicamente fueron perseguidas. Las restricciones sobre ellas se incrementaron: la burka, el aislamiento, el no poder estudiar después de los 11 años. La escritora Fatema Mernissi, feminista, socióloga e historiadora musulmana, afirmaba -porque murió en el 2015- que: “Si los derechos de las mujeres son un problema para muchos hombres musulmanes de hoy, no es por causa del Corán ni del Profeta, ni de la tradición islámica, sino simplemente porque esos derechos entran en conflicto con los intereses de una élite masculina”. Por supuesto, prohibieron sus libros.
Investigo. Intento entender. Pero no entiendo. En Afganistán las mujeres no pueden cantar.

Por Laura Galindo
