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“Los muros de la casa del pueblo se oscurecen con la lluvia. No muy lejos, las sombras de los árboles se hunden en el río y se alborotan los zancudos. Aún con ese aire bullendo, un anillo de inmovilidad ciñe el pueblo. Lo siente la gente más vieja que aguarda algo…”.
¿Cuántas cosas pueden evocar estas líneas? Humedad, bochorno, miedo, incertidumbre, ganas de rascarse. Esa es una virtud que tienen solo los buenos escritores: transportar al lector a lugares que jamás ha visto, a lugares que no existen. Hacérselos vívidos: permitir que los huelan, los escuchen y los sientan en la piel.
El fragmento pertenece a La sed se va con el río, quinta novela de la bogotana Andrea Mejía, que recientemente resultó finalista del premio Rómulo Gallegos 2025. La historia tiene como protagonista al aguardiente de bejuco, que es a la vez una bebida, una receta secreta y una muleta para la vida a las orillas del río Nauyaca. Se cuenta en tres partes, con personajes que se relacionan entre sí y se vuelven protagonistas en diferentes momentos para explorar el amor como sacrificio, la mística de la naturaleza y la relación de lo urbano con lo rural.
Pero más allá de la originalidad de su historia, la riqueza de La sed se va con el río está en el trabajo cuidadoso y detallado que Andrea Mejía puso en cada uno de sus renglones. Cada imagen, cada diálogo, cada escena, está construida de forma poética e ineludiblemente sensorial. Algunas veces desde el extrañamiento que fija la mirada en una cotidianidad que pasa desapercibida, como las luces de un jeep que empuja la bruma a su paso; y otras, desde la sorpresa y la aparición de elementos mágicos e inexplicables, como un hombre que todos los días atraviesa el pueblo cargando dos placas metálicas por cumplir los caprichos de la mujer que ama y que, aún así, no le corresponde.
La sed se va con el río nos recuerdalo agradable que resulta sumergirse en la lectura espesa de una selva bien contada.
