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Esta semana se cumplieron 75 años de la muerte de George Orwell –autor de la novela 1984–, dos días después de que Donald Trump se posesionara como presidente de Estados Unidos y casi una semana después de que borraran, pintaran, borraran y pintaran de nuevo, el mural de Las cuchas tienen razón. Orwell, en su momento, imaginó un mundo distópico, totalitario, violento y enajenado, que poco a poco se ha ido calcando en el mundo real. En nuestro mundo.
Winston Smith, el protagonista de 1984, vive en un país vigilado de forma permanente por el Gran Hermano, un poder totalitario y omnisciente –el del Partido Único– que usa la tecnología para vigilar la vida de los ciudadanos: un poder totalitario, como el que busca Donald Trump, que vigila a través de la tecnología, como lo hacen Elon Musk y Mark Zuckerberg.
Orwell habla de un totalitarismo que cree en la supremacía absoluta de los nacidos en determinado territorio; que concentra el poder en unos pocos –más ricos y más fuertes– y que usa a los demás como fuerza de trabajo. Habla, también, de un ministerio, que se encarga de borrar la historia para esconder la verdad, tal como se borra un mural que denuncia jóvenes asesinados por el Estado. Y habla, además, de la imposición de una neolengua, que limita el uso de palabras y elimina la escritura para reducir los procesos analíticos a su mínima expresión. Que impone policías del pensamiento que adoctrinan a sus habitantes en cómo pensar. “Cuba es terrorista”, “solo existen dos géneros: femenino y masculino”, “el Covid fue un invento de la OMS”, “el cambio climático no existe”, “los inmigrantes desangran nuestro país”.
1984 fue publicado en 1949, un año antes de la muerte de Orwell. Oceanía –como se llamaba el país ficticio– era la representación de una realidad en guerra en la que la individualidad y la justicia habían desaparecido por completo. En su momento, resultó impensable. Era inverosímil que 35 años más tarde el mundo se hubiera convertido en algo así. Ha tardado cuatro décadas más, pero al parecer vamos en camino.
La única esperanza que dejaba el universo Orwelliano era el amor. Un amor perseguido y prohibido por el Partido Único, un amor entre Wiston Smith y Julia, un amor que desafiaba la norma porque el amor no se adoctrina ni se masifica: no se ama a todos por igual, ni siquiera se ama a todos. No se impone y tampoco se elige. Wiston y Julia fueron torturados hasta olvidarse mutuamente. Se reencuentran, pero no se reconocen. Para Orwell, no había salida. Ojalá sepamos darle la vuelta a sus predicciones.
