Hablemos de los Olímpicos. Son varias las voces de protesta ante la participación de Israel este año. Para muchos de nosotros, ser responsable de un genocidio no va del todo con el olimpismo que propuso Pierre de Coubertin hace más de 120 años. Un genocidio no une comunidades, ni promueve paz, ni defiende la competición saludable, libre trampas y discriminación.
Aún así, el Comité Olímpico Internacional -que sí le impuso veto a Rusia por invadir a Ucrania-, no considera que el asesinato de miles de gazaties, entre atletas, empleados y voluntarios del mundo deportivo, sea una violación a la Carta Olímpica.
Un lector más condescendiente podría argumentar que los atletas no son culpables de las decisiones de Estado, y que su participación en sana competencia es inofensiva. Pero no. Y me voy a valer de un ejemplo histórico para demostrarlo:
En 1936, durante la Alemania Nazi, Berlín fue elegida como sede de los Juegos Olímpicos, y Hitler y Goebbels vieron una oportunidad única para hacerle propaganda a su régimen. Construyeron un complejo deportivo gigante, decorado con banderas olímpicas y esvásticas, retiraron temporalmente los letreros antisemitas -para demostrar una fingida paz ante el resto del mundo-, y en contraprestación llenaron la calles con fotos de atletas arios, todos muy blancos, muy altos, muy rubios y de ojos muy claros.
El día de la inauguración, Goebbels se encargó de que Hitler llegara entre fanfarrias y saludos nazis, acompañado de un himno compuesto por Richard Strauss, para entonces partidario del régimen. Se inauguró también el famoso ritual de pasear la llama olímpica por diferentes lugares. En una especie de carrera de relevos, un primer corredor partió de Olimpia, en Grecia, y la llama fue viajando hasta que un último corredor la entregó en Berlín. Se inventaron también el Medallero Olímpico, una competencia -como si ya no hubiera suficientes- en la que cada país sumaba las medallas obtenidas en las diferentes disciplinas y, por supuesto, ganaba el que tuviera más. Adivinen quién ocupó el primer lugar. “Las olimpiadas han devuelto a Alemania a la comunidad mundial y le han restituido su humanidad”, escribió el New York Times en un artículo.
Tres años más tarde, Alemania invadió Polonia y se desató la Segunda Guerra Mundial. Al terminar los juegos, Hitler aprovechó su nueva imagen de anfitrión hospitalario y pacífico para acelerar su expansionismo y declarar a todos los judíos enemigos de estado.
Les propongo, ahora, que saquen sus propias conclusiones sobre el triángulo Israel-Palestina-Comité Olímpico. Y que ojalá nos perdone Pierre de Coubertin.