Hace un par de años, tres para ser exacta, el Ministerio de Cultura lanzó la Biblioteca de Escritoras Colombianas, un proyecto editorial liderado por Pilar Quintana, que republicaba —y en algunos casos publicaba por primera vez— textos de autoras que en su momento no tuvieron la relevancia que merecían. El porqué ya es bien conocido: durante siglos, la sociedad estuvo cantada, escrita, gobernada, pintada, narrada y, en resumidas cuentas, dominada por ideas masculinas.
El asunto es que leyéndolas recibí tres lecciones feministas que me resultaron bastante útiles. Con los versos de Maruja Vieira White, poeta manizaleña que murió en el 2023, dos meses antes de llegar a los 101 años, aprendí que la mejor forma de hablar de otra mujer es resaltando su humanidad, sin endiosarla ni satanizarla, permitiéndole fallar, pero aplaudiendo sus aciertos. “Esta mujer fue humana, más humana que nadie./ A fuerza de estar viva se consumió en su llama”, escribió refiriéndose a Elisa Mujica, primera en tener un programa en la Radiodifusora Nacional y en pertenecer a la Real Academia de Lengua; además, autora de una muy buena novela que se llama Catalina.
Con Emilia Ayarza, escritora bogotana de 1919, y un poemario suyo que se llama Acá empieza el fuego, me convencí de que los prejuicios moralistas sobre las mujeres siempre deben valerme huevo: “Que vengan. Sí. Que vengan los tristes, las mujeres sin hijos,/ los hombres negros, los niños sin risa,/ los jornaleros, las vírgenes y los poetas;/ que vengan los ladrones, los que esconden en la axila la jeringa,/ las monjas de sexo y de corneta blanca,/ que vengan, sí, que vengan”.
Si una mujer fue capaz de escribir algo así hace más de cien años, sin poder votar, sin poder tener propiedades, sin tener otra función en la sociedad que educarse como “señorita” y conseguir un buen marido, ¿por qué deberían pesarme a mí, que vivo en un mundo mucho más igualitario?
Y termino confesando cómo María Mercedes Carranza me dio un gran consejo de moda con un poema suyo que se llama El oficio de vestirse: “Entre el armario selecciono las ideas/ que hoy me apetece lucir/ y sin perder más tiempo/ me las meto en la cabeza”.
No está de más aceptar que esa no es mi estrofa favorita; prefiero la segunda que comienza diciendo: “Lo primero que hago es colocarme mi gesto de persona decente”. De nuevo, las mujeres no estamos obligadas a la perfección, la pulcritud o la elegancia. Son bienvenidas, claro está, pero tenemos amnistía de no usarlas como camisa de fuerza y decir groserías cuando se nos venga en gana.