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Imagine que usted tiene una pierna rota.
No duerme bien porque le cuesta acomodarse. Si se gira, le talla la cama y si se pone boca arriba siente que algo le oprime. En las mañanas le cuesta levantarse, es obvio: tiene una pierna rota. Así que se queda entre las cobijas hasta pasadas las 12 del mediodía. Por momentos, tiene deseos relámpagos de bañarse, pero con solo pensar en la cantidad de procesos engorrosos que lo separan de la ducha, desiste. Hay que sentarse sin lastimar la pierna rota, ponerse las gafas, buscar el zapato del otro pie, hacer maromas para alcanzar las muletas que ha dejado junto a la mesa de noche, contraer el tórax y empujar con los brazos para levantarse. Luego, caminar hasta el baño y desvestirse. Solo ese último par de acciones envuelven otra lista de pasos aún más larga y riesgosa.
Resuelve quedarse en la cama. Sin comer, porque es impensable llegar hasta la cocina y aún más preparase tan siquiera un café. Alguien entra. Es mamá. Corre las cortinas y abre la ventana. Un poco de aire, dice. La luz se cuela y le agudiza el malestar del trasnocho. Le arden los ojos, le tortura el ruido, le da alergia el olor a tierra.
La pantalla del teléfono se ilumina. Uno tras otro aparecen los mensajes del trabajo:
¿Estás por aquí?
¿A qué hora llegas?
¿Necesitamos reunirnos?
¿Cómo va el texto del informe final?
¿Hablaste con el editor?
… La reunión es obligatoria. Lo siento…
Parece chiste. Usted ni siquiera ha podido llegar al baño y ahora resulta que debe asistir a reuniones, entregar informes y hablar con editores.
En la tarde, le visitan amigos. Le sugieren pararse de la cama, irse de viaje, acompañarlos de fiesta y salir a correr. Pero cómo, dice usted, si tengo una pierna rota. Ellos insisten: hay que echarle ganas y buena actitud, no puede quedarse así, sin moverse, en ayunas y en pijama. Todo es cuestión de voluntad.
Entonces, se cuestiona. ¿Será culpa suya? ¿Ingratitud con la vida? ¿Debilidad? Se emborracha de autorreproches y decide salir a correr, así, con la pierna rota. Se levanta de la cama y, tan pronto toca el suelo, siente como el cuerpo le hormiguea de dolor, todo se oscurece, le palpitan la sienes, le falta el aire. Está a punto de desmayarse y todo es tan tanto, tan fuerte y tan violento, que se rinde. Se suelta y se deja caer.
La depresión es una pierna rota.
