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Algo que brilló por su ausencia durante la fugaz confrontación del presidente Gustavo Petro con su homólogo estadounidense fue la solidaridad latinoamericana. Los observadores de la realidad de nuestra región se debieron preguntar por qué la agresión de Donald Trump a nuestro país no produjo una reacción generalizada de los gobiernos y los pueblos de América Latina en contra de la abusiva actuación del mandatario estadounidense.
La ausencia de esa reacción es otra muestra de la indiferencia de los países que comparten con el nuestro más de la mitad del hemisferio occidental, y que deberían practicar los principios de hermandad que tantas veces han proclamado en documentos como la Carta de la OEA.
Si el blanco de la agresión hubiera sido un país europeo, es seguro que los gobiernos y las sociedades de los demás que pertenecen a Europa y todos ellos en su conjunto, por medio de la Unión Europea, habrían reaccionado automáticamente en favor del país agredido. ¿Por qué los de América Latina no procedieron de esta manera?
Líderes visionarios de nuestra región advirtieron desde hace mucho tiempo que los países latinoamericanos no podrían salir del subdesarrollo ni obtener un trato justo por parte de las potencias dominantes del planeta, comenzando por Estados Unidos, si no se ponían de acuerdo para actuar juntos en los escenarios internacionales.
Con este propósito se realizaron numerosos esfuerzos para promover la integración latinoamericana y constituir un frente unido para tratar con el resto del mundo. Sabemos en lo que terminaron estos esfuerzos. Casi un siglo después de la creación del Comité Centroamericano de Cooperación Económica y de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, y más de medio siglo después del nacimiento del Grupo Andino, la región sigue dividida por intereses políticos o económicos que hacen imposible una acción unificada en los escenarios internacionales. Intentos que parecían proyectarse con mejores posibilidades de éxito como el Mercosur también están estancados. Entre tanto, las amenazas que se ciernen sobre América Latina y casi todos sus países tomados individualmente son cada día mayores. A los desafíos que presenta a todos ellos el cambio climático se suma ahora la adopción de una política abiertamente agresiva hacia nuestra región por parte de Donald Trump, convertido en una especie de monarca universal desde el primer día de su regreso a la Casa Blanca.
El enojoso episodio de la deportación de ciudadanos colombianos como si fueran criminales marcó un fuerte contraste con la crisis producida en 1987 por la liberación del narcotraficante Jorge Luis Ochoa, ordenada por un juez. Sin considerar la independencia de la justicia colombiana, el gobierno de Estados Unidos reaccionó con una serie de medidas hostiles contra los viajeros colombianos y los productos exportados desde Colombia a ese país. Las medidas afectaron a miles de viajeros, incluyendo a una hermana del presidente Virgilio Barco que fue retenida por varias horas en un aeropuerto estadounidense, y al canciller Julio Londoño, cuyo equipaje fue requisado al ingresar a Estados Unidos.
Colombia protestó oficialmente contra las medidas estadounidenses y promovió en la OEA la presentación de una resolución que exigía la suspensión inmediata de las mismas. La resolución fue apoyada por diecisiete países, que entonces formaban la mayoría, por los cuales se dio por segura su aprobación en el Consejo Permanente de la organización. Pero antes de la votación, el representante de Estados Unidos anunció la suspensión de las medidas, de modo que no fue necesario llegar a votar.
En la reciente confrontación con Estados Unidos, el presidente Petro actuó con la misma decisión del presidente Barco en 1987, pero no hubo una respuesta latinoamericana como la de hace casi 40 años. He ahí un motivo de reflexión para quienes se interesan por la suerte de nuestra región.
