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El llamado a bajar el tono de la discusión pública nacional parece haber surtido algún efecto, pero llama mucho la atención la ausencia de autocrítica de la mayoría de quienes lo dirigieron exclusivamente al Gobierno de Gustavo Petro, como si él fuera el único responsable del deterioro del debate político. También es llamativo que muchos de los opositores formularon sus reclamos en términos tanto o más ofensivos que los que pretendieron criticar. Vieron la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
Es saludable, por supuesto, que el impacto que produjo en el ánimo general de los colombianos el atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay haya desatado una letanía de advertencias sobre la necesidad de moderar el lenguaje político. Todos sabemos que los niveles de agresividad que este ha alcanzado contribuyen a acentuar el ambiente de hostilidad y tensión entre los actores de la vida pública. Nuestra historia contiene muchos ejemplos trágicos de las consecuencias que acarrean las confrontaciones verbales envenenadas entre los políticos. Pero las lamentaciones y los propósitos de enmienda no deben convertirse en una nueva arma para atacar al adversario, lo cual equivaldría a desplazar la confrontación a otro plano sin abandonar la beligerancia. Salta a la vista la contradicción, término bastante benévolo para calificar la hipocresía.
En los debates en las cámaras legislativas es fácil observar la misma contradicción. Abundan los discursos de protesta por cualquier afirmación de Petro o actuación de su gobierno y casi todos pecan del mismo modo: su rechazo a las afirmaciones o decisiones presidenciales es formulado con frases insultantes, epítetos o calificativos que configuran una ofensa igual o mayor que la que pretenden criticar.
Este es un fenómeno típico del diálogo de sordos en que se ha convertido el intercambio entre el Gobierno y la oposición en Colombia. Por lo que resta de este año, cuando menos, ese diálogo infructuoso continuará entre los políticos y después quedará a cargo de los abogados, que ya han intercambiado alegatos sobre la validez de la consulta popular, la legitimidad del “decretazo” de Petro para salvarla y su novísima iniciativa de convocar una asamblea constituyente para volver a barajar la carta de navegación del país.
Con la reforma laboral casi convertida en ley y con la opción abierta por la Corte Constitucional para corregir el error de forma de la pensional, el Gobierno superó dos grandes escollos, pero esto no impedirá que continúen las discusiones entre los dos bandos. Cada uno se aferrará a su posición y seguirá faltando el acuerdo que permita adoptar soluciones de consenso, como ocurre en los países verdaderamente civilizados y democráticos; en Suecia o Suiza, por ejemplo. Lastimosamente ya no se puede incluir entre estos a Estados Unidos, pues con la presidencia de Donald Trump la potencia hemisférica descendió varios peldaños en la escala de la democracia.
A estas alturas, cuando solo resta un poco más de un año para que concluya el mandato de Petro y los políticos colombianos están en modo electoral, no se puede esperar que surja el milagro que podría conducir a los dos bandos a un acuerdo nacional. Ambos parecen decididos a mantener sus diferencias hasta el final; es decir, a dirimirlas una vez más en las urnas electorales. Las elecciones de 2026 nos dirán a quién dan la razón los ciudadanos colombianos. Ojalá el candidato presidencial que salga vencedor esté acompañado por una representación parlamentaria sólida para que pueda realizar su programa y sea posible salir de las dudas sobre el futuro que espera a Colombia.
