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Banquillos presidenciales

Leopoldo Villar Borda

09 de abril de 2023 - 09:05 p. m.

Al ver a Donald Trump llegar al juzgado de Nueva York custodiado por la policía y luego apreciar su gesto sombrío mientras escuchaba las acusaciones en su contra, más de un colombiano se debió preguntar si algo así podría pasar aquí, donde están dados muchos de los elementos necesarios para que un expresidente sea conducido al banquillo de los acusados.

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En varias ocasiones se ha producido en Colombia un episodio semejante. La historia de los personajes caídos en desgracia desde las posiciones más altas comienza con el general Francisco de Paula Santander, juzgado cuando ocupaba la Vicepresidencia de la República como cómplice de los conspiradores que intentaron asesinar a Simón Bolívar el 25 de septiembre de 1828. Santander fue condenado a muerte el 7 de noviembre siguiente en una sentencia que el propio Libertador conmutó por la pena del destierro.

También fueron procesados el general José María Obando, uno de los jefes militares que integraron la segunda línea de los libertadores de Colombia, quien terminó destituido de la Presidencia por el Congreso el 4 de abril de 1855 bajo los cargos de traición y complicidad en el golpe que dio el general José María Melo, el defensor de los artesanos, el 17 de abril de 1854; el propio Melo, compañero y correligionario de Obando, quien fue arrestado y condenado a muerte el 4 de diciembre siguiente, pero se salvó porque la pena le fue conmutada por el destierro por el presidente Manuel Murillo Toro y terminó trágicamente su vida en México, donde combatió al lado de Benito Juárez y fue fusilado por los enemigos de la reforma liberal, que tantas vidas costó en ese país; y Tomás Cipriano de Mosquera, el único que gobernó a Colombia cuando todavía se llamaba Nueva Granada, después cuando se convirtió en la Confederación Granadina y más tarde cuando se constituyó como los Estados Unidos de Colombia. Al declararse dictador, en 1867, Mosquera alentó una conspiración en su contra que provocó su destitución, arresto y destierro. Nada de lo cual impidió que pasara a la historia como uno de los grandes de Colombia.

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En el siglo XX, un mandatario en ejercicio y un expresidente engrosaron la lista de los que pasaron al banquillo de los acusados. El primero fue el general Gustavo Rojas Pinilla, arrestado el 3 de diciembre de 1957, siete meses después de su caída del poder, para ser sometido a juicio y condenado por el Congreso de la República por algunos de los cargos menos graves que pesaban contra él, como sus intervenciones para facilitar un contrabando de ganado, apoyar unas solicitudes de crédito de unos colonos a la Caja Agraria y obtener la libertad de León María Lozano, el llamado Cóndor de Tuluá, organizador de los “pájaros” en el Valle del Cauca. El segundo fue Ernesto Samper Pizano, acusado ante el Congreso bajo el cargo de haber recibido dinero del narcotráfico durante su campaña en 1994, el cual fue desechado dos años más tarde por la Comisión de Acusación de la Cámara de Representantes.

En el siglo que corre ya se presentó un caso, el de Álvaro Uribe, arrestado el 14 de agosto de 2020 por orden de la Corte Suprema de Justicia bajo los cargos de soborno de testigos y fraude procesal en un pleito que sus abogados han logrado dilatar en forma casi indefinida. Todo el mundo sabe que esta decisión de la Corte no tuvo mayores consecuencias, pero el caso sigue abierto. La gran pregunta es si la justicia colombiana, que en causas como esta marcha con especial lentitud, llegará algún día al punto en que se encuentra el procedimiento contra Trump en Estados Unidos. No hace falta que resuciten Isaías, Jeremías, Ezequiel o alguno de los otros profetas bíblicos y nos ayuden, con sus luces, a saber en qué va a parar esta investigación en un país que se convirtió hace mucho tiempo en el paraíso de la impunidad.

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Por Leopoldo Villar Borda

Periodista y corresponsal en Europa
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