No se necesitó un día, ni una hora, casi ni un minuto para que la evidencia de los hechos derrumbara la falacia de que el triunfo de Gustavo Petro equivaldría a que el castrochavismo se tomara a Colombia para convertirla en otra Venezuela.
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El espectáculo que presenciaron el 7 de agosto en la Plaza de Bolívar de Bogotá miles de personas —entre ellas, decenas de gobernantes y diplomáticos extranjeros— y que millones más siguieron en las pantallas de la televisión fue la primera demostración de la enorme diferencia entre la llegada de Hugo Chávez a la Presidencia de Venezuela en 1999 y la de Petro a la de Colombia hace menos de un mes.
En una actitud desafiante, Chávez juró sobre la que llamó la moribunda Constitución venezolana de 1961, que en el mismo acto prometió cambiar por otra y después lo hizo para iniciar su Revolución Bolivariana. Puso fin así al sistema establecido por los partidos que conformaron el Congreso tras la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y la restauración democrática iniciada en su país en 1958. La moribunda Constitución era la segunda de carácter democrático adoptada durante la agitada historia de Venezuela.
Lo que ocurrió en Bogotá en la tarde del 7 de agosto pasado fue totalmente distinto. Gustavo Petro y Francia Márquez juraron ante la Constitución de 1991, acatada por ambos como la que les permitirá transformar a Colombia y venerada por el primero como la obra de una Asamblea Constituyente en la cual el movimiento en el que militó fue un protagonista central. La afirmación democrática de los nuevos mandatarios fue reforzada con la presencia en el acto de la espada de Bolívar, símbolo de la lucha por las libertades que juraron preservar.
Tanta o mayor diferencia entre Chávez y Petro se observa en su ejercicio del poder. El líder venezolano comenzó a gobernar por decreto y se atornilló en el mando, del que solo lo separó la muerte en 2013, 14 años después de su llegada al Palacio de Miraflores. Petro, en cambio, tomó las riendas de conformidad con la Constitución y las leyes vigentes y está poniendo en marcha las propuestas de su campaña mediante proyectos sometidos al Congreso. Nada más lejano de lo que presagiaban algunos cuando se anticipaban a pintarlo en actitudes autoritarias como las que hicieron famoso a Chávez cuando ordenaba: “¡Exprópiese!”.
Los que pensaban que el ascenso de Petro significaría un remezón de tal calado que pondría a temblar las instituciones se tuvieron que llevar una gran sorpresa al ver aparecer a un gobernante que dialoga, invita a la reconciliación, quiere acertar y no pretende permanecer en el cargo más allá de su límite constitucional porque comprende, como lo ha manifestado explícitamente, que el suyo es un gobierno de transición. Son aleccionadoras las reflexiones que ha hecho en voz alta sobre las veleidades del poder y las precauciones que deben adoptar quienes lo ejercen, como las que expresó durante uno de los actos en la Casa de Nariño al advertir que los gobernantes no deben encerrarse en sus palacios sino mezclarse con el pueblo.
También lo son las observaciones que hizo públicamente a sus ministros el día de su posesión sobre la necesidad de incorporar a la juventud a las tareas del gobierno, trabajar intensamente en el tiempo relativamente corto de que disponen para cumplir sus promesas de campaña y tener presente a toda hora la obligación de luchar contra el flagelo de la corrupción.
Los promotores de la cantaleta del castrochavismo tendrán que admitir, tarde o temprano, que estaban equivocados. Ignoraron la realidad que identifica a los dos pueblos que fueron uno solo hace dos siglos, pero no a sus gobiernos, históricamente distanciados por el talante militarista de Venezuela y el civilista de Colombia, señalados desde la Independencia por el propio Libertador.