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La Primera Guerra Mundial fue bautizada por el pensador británico H. G. Wells como “la guerra para poner fin a todas las guerras”. El presidente estadounidense Woodrow Wilson, un pacifista convencido, la convirtió en un eslogan de su gobierno y consecuente con esto mantuvo a su país fuera de la guerra en Europa hasta 1917, a pesar de hundimiento del trasatlántico Lusitania, torpedeado por un submarino alemán en 1915, en el que murieron 1.200 pasajeros, 234 de ellos estadounidenses. Forzado por las circunstancias entró finalmente al conflicto en apoyo de la Triple Entente que formaban el Reino Unido, Francia y Rusia. Tras alcanzar la paz, promovió la creación de la Liga de las Naciones, que se constituyó en Ginebra en 1920 y fue el antecedente de la ONU.
Pero antes de que pasaran veinte años, vino la peor de todas las guerras, cuyas secuelas aún se sienten en Europa. Y cuando esa catástrofe terminó, parecía que el mundo había aprendido la lección. Las potencias vencedoras impulsaron entonces la creación de la ONU como la organización que aseguraría la paz y la seguridad en el planeta. Sin embargo, ¿cuál es la realidad actual?
Además de las guerras en Gaza y Ucrania, en el mundo proliferan los conflictos armados como nunca antes: Siria, Yemen, Sudán, Somalia, Myanmar y, por supuesto, Colombia, sufren guerras internas que no parecen tener fin. Todas ellas, además, causan algún tipo de repercusión internacional. Ante esta alarmante situación surge la pregunta: ¿dónde está la ONU?
La Organización nacida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial recibió en 1945 el mandato de mantener la paz y la seguridad internacionales. Al firmar su carta fundacional, 51 países encabezados por las grandes potencias se comprometieron a acompañarla en el cumplimiento de ese mandato. Pero salvo en las contadas excepciones en las que la ONU ha jugado un papel mediador para la resolución de conflictos, desplegado misiones de mantenimiento de la paz y creado marcos legales para resolver guerras pacíficamente, es muy poco lo que ha hecho para poner fin a conflagraciones tan graves como las del Medio Oriente.
La explicación de esta falla es muy sencilla: desde su nacimiento, la ONU ha estado sometida a la voluntad de las potencias que se arrogaron el derecho de veto en el Consejo de Seguridad y redujeron así a la impotencia a la mayoría de los países miembros de la Organización y a sus propios órganos. Haciendo una analogía con la frase que utilizó Alberto Lleras para definir a la OEA cuando dijo que esta organización solo es “lo que los países miembros quieren que sea”, se puede decir que la ONU solo es lo que las grandes potencias quieren que sea.
La actual realidad del mundo es muy lejana de lo que tuvieron en mente los fundadores de la ONU, convencidos de que habían dado con la solución ideal para librar al planeta de futuras guerras. Estados Unidos, Rusia y los otros poderes dominantes manejan la Organización a su antojo o, peor aún, la ignoran. Lo que impera en el mundo es la voluntad de los gobernantes de esas potencias, algunos de los cuales, como Vladímir Putin y Donald Trump, ejercen verdaderas dictaduras.
Esto marca un retroceso de casi un siglo en la historia del planeta. Es el regreso a los tiempos de los grandes imperios por fuera de los cuales no había salvación. Con una diferencia: la de que los nuevos emperadores se proclaman defensores de los principios que inspiraron la creación de la ONU pero, en la práctica, son los principales violadores de la paz que aquella está destinada a mantener.
No parece que la ONU vaya a seguir la suerte de la efímera Liga de las Naciones de Wilson. Nadie –ni siquiera el impulsivo magnate que gobierna hoy a Estados Unidos– ha propuesto desmontar su enorme burocracia, extendida por todos los rincones del planeta. Pero aun si esa burocracia se mantiene y crece, en un mundo agobiado por los conflictos ella luce cada día más irrelevante.
