Alain Delon protagonizó hace 45 años una película con el título que encabeza esta columna. Es una historia de suspenso que narra una conspiración destinada a eliminar uno por uno a los directivos de una empresa de armamento. Hoy presenciamos otra historia que no tiene nada de ficción, en la que el protagonista, Donald Trump, afirma que tiene el derecho de matar. Por ahora, el blanco señalado es el de los narcotraficantes.
Mientras intenta imponer sendas treguas en Gaza y Ucrania para impulsar su aspiración al Premio Nobel de Paz, Trump se erige como el campeón de los conflictos. Disfruta amenazando con desatar una confrontación armada con Venezuela, despliega fuerzas militares en las ciudades estadounidenses y juega con el mayor arsenal del mundo enviando una flota con armas nucleares al mar Caribe para hostigar al régimen de Nicolás Maduro. Una de sus recientes decisiones fue la de rebautizar la Secretaría de Defensa como el Ministerio de la Guerra. Otra fue la de reinstaurar la pena de muerte en la ciudad de Washington, abolida hace más de cincuenta años, por decisión del Concejo municipal, confirmada en un referendo en 1992.
Cualquier cosa se puede esperar de este personaje que ya rompió todas las marcas en materia de ignorar alianzas, amenazar países, invadir soberanías y generar conflictos. Nada parece obstaculizar su cruzada para “hacer grande de nuevo” a Estados Unidos, llevándose por delante leyes, acuerdos y tratados.
Un alud de demandas ante la justicia estadounidense ha precipitado ya varias decisiones en su contra en los estrados de su país, pero la reacción del mundo a la avalancha de sus atropellos es muy débil. Nos preguntamos cuándo y dónde aparecerá el freno que ponga fin a la pesadilla de su mandato.
Bien se ha dicho que la democracia es el sistema político menos imperfecto que se ha creado, aunque de todas maneras es imperfecto. Una de sus grandes fallas es que una población desinformada puede caer en el error de elegir la peor opción en el momento menos indicado. Es lo que ha ocurrido en Estados Unidos.
Hace medio siglo aquel país vivió una tragedia causada por la ambición de otro presidente que se sentía dueño de un poder sin límites. Persiguió a la oposición, combatió a los medios, despreció a la opinión pública y llegó al extremo de amparar a varios criminales que cometieron delitos para perjudicar al partido rival. La marca que dejó en la conciencia estadounidense el drama de Watergate debería inducir a la ciudadanía y las instituciones de la gran potencia a poner freno a las acciones arbitrarias del mandatario actual, que ya hizo méritos para correr la misma suerte de Richard Nixon.
En la historia de la humanidad, ha sido una constante la discusión sobre el respeto a la vida y la mayoría de las religiones prohíben o desaprueban el hecho de matar. El concepto de la no violencia, que prescribe la abstención de dañar a cualquier ser vivo, es fundamental en el hinduismo y el budismo. El progreso de la civilización significó en el mundo occidental una creciente aprobación al principio de que la vida es sagrada. Es un principio que está, además, en la esencia del cristianismo. Nada de esto parece interesarle al “presidente imperial” que gobierna actualmente a Estados Unidos. Con sus actos ha demostrado que se siente por encima de la ley. Esta autoriza la aplicación de la pena de muerte en algunos casos, pero mediante el cumplimiento de estrictos requisitos y por parte de autoridades expresamente designadas para decretarla. Nada en la legislación ni en las costumbres estadounidenses o universales otorga a un presidente la facultad de disponer de la vida de sus semejantes.
Ya es hora de que la sociedad estadounidense se levante y plante la cara al mandatario que eligió el año pasado. Mientras esto no ocurra, cada día traerá nuevos abusos del autoproclamado dictador que se instaló en el poder supremo de la gran nación norteamericana.