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“Una guerra siempre les sucede a otros”, dice John Steinbeck en un aparte de su novela Al este del Edén. Es una referencia a la guerra que se libró en los frentes europeos en la segunda década del siglo XX y que aparece como telón de fondo del relato. Una contienda en la que combatieron soldados estadounidenses, pero que muchos en la Unión Americana vieron como algo ajeno.
La frase tiene un valor universal. Se puede aplicar en todas partes y en todos los tiempos. En la novela de Steinbeck, la indiferencia de los habitantes del valle del río Salinas, donde se desarrolla la ficción, empezó a desaparecer cuando llegaron los primeros telegramas que anunciaban la muerte de un hijo, un hermano, un amigo caído en el conflicto que tenía lugar al otro lado del mundo. Entonces el ruido, la rabia y el dolor de la guerra golpearon a quienes se encontraban a 10.000 kilómetros de distancia.
Cuando el escritor estadounidense publicó su libro en 1952, lo que anotó en él era una realidad en Colombia. No son 10.000 kilómetros sino 50, 100 o a lo sumo 1.000 los que separan a las poblaciones que empezaron a sufrir la violencia en los años 50 del siglo pasado de las ciudades del centro del país, comenzando por Bogotá, y las de las costas del Pacífico y del Caribe. El drama de aquella Colombia profunda golpeada por el conflicto también fue visto como algo ajeno por centenares de miles de habitantes de nuestros centros urbanos. Fue una guerra campesina y aún hoy lo sigue siendo en sus múltiples manifestaciones, aunque algunas de ellas hayan llegado a las ciudades.
No es solo la distancia geográfica la que levantó el muro invisible que privó a muchos colombianos de la sensación de estar en medio de un enfrentamiento que costó la vida de cientos de miles y desplazó de sus tierras a millones de personas. Algunos por indiferencia y otros por ignorancia contemplaron la guerra desde un principio como un fenómeno que no les incumbía. Muchos lo siguen haciendo porque no han recibido la llamada o el correo que les dé cuenta de una muerte cercana. Los dueños del poder político y económico están lejos de recibirlos porque ni ellos ni sus hijos han trabajado en el campo ni han servido en las Fuerzas Militares.
Los combatientes en ambos lados siempre han sido campesinos. También lo son las principales víctimas del conflicto armado y los que más se han resistido a los dictados de la guerra. Así está documentado, con datos verificados minuciosamente, en el informe elaborado por siete organizaciones campesinas, apoyadas por el Instituto de Estudios Culturales de la Universidad Javeriana y el centro de estudios jurídicos y sociales Dejusticia, que fue entregado a Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad.
De las 430.000 víctimas fatales contabilizadas en el informe, 251.000 eran campesinos. A la destrucción física de semejante masa humana se suman el despojo y el desplazamiento de más de seis millones de personas, en su mayoría campesinas, y los múltiples impactos económicos, sociales y culturales sufridos por la población rural. El informe los enumera como los intentos de “destruir las organizaciones campesinas, silenciar las demandas campesinas, aplazar las posibilidades de una reforma agraria y de esa manera perpetuar el conflicto armado y la injusticia en el campo”.
Más claro no canta un gallo. En esas breves palabras está contenido el crudo y fiel retrato del desangre colombiano en los últimos tres cuartos de siglo. Un desangre con muchos rótulos y distintas modalidades, marcado por las confrontaciones políticas, los intereses económicos y más recientemente por el narcotráfico, pero siempre enfocado contra los campesinos. Con un agravante que no puede ser ignorado: la impunidad de los responsables de la mayoría de esos desafueros, comenzando por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el crimen que partió en dos nuestra historia.
