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En las últimas semanas la derecha peruana les ha ofrecido al continente y al mundo un espectáculo deplorable al aliarse hasta con el diablo en su intento de desconocer el triunfo de Pedro Castillo, el candidato de la izquierda y presidente electo del país. Cuesta trabajo encontrar una causa más oscura que la de Keiko Fujimori, la candidata que apoyaron los derechistas peruanos encabezados por Mario Vargas Llosa sin siquiera hacer el gesto de taparse las narices, con el único propósito de obstaculizar la victoria de Castillo.
Durante un mes y medio, desde que se cerraron las urnas con los votos de la segunda vuelta electoral el 6 de junio, la alianza de terratenientes, banqueros y seudo aristócratas que se las ha ingeniado para mantenerse a flote en las aguas de la política peruana a pesar de todas las tormentas, respaldó los centenares de recursos que interpuso Fujimori ante las autoridades electorales para invalidar el veredicto de las urnas. Al estilo de lo que hizo Donald Trump el año pasado en Estados Unidos, ella quiso obtener por medio de tinterilladas lo que no consiguió con los votos. Y a semejanza de lo ocurrido en la Unión Americana, los recursos fueron rechazados por no tener sustento. Sin embargo, la candidata derrotada obstaculizó la proclamación del ganador casi hasta la víspera de la fecha señalada por la Constitución peruana para su juramentación, la misma del bicentenario de la independencia del país.
No es la primera vez que ocurre algo así en el Perú. Abundan en la historia de ese país los episodios de perfidia contra la voluntad popular protagonizados por los poderosos con el apoyo de los militares. La víctima más notoria de estas maniobras en la historia contemporánea fue Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador del APRA y principal caudillo de su país en el siglo XX, que sufrió la persecución, la cárcel y el destierro además de que le fue escamoteada varias veces la victoria electoral. La primera fue en 1931, cuando se tomó el poder Luis Sánchez Cerro, uno de tantos dictadores que lo persiguieron. La segunda en 1936, cuando se hizo fraude contra el APRA y se inició una serie de golpes militares que terminaron en la dictadura de Manuel Odría. La tercera fue en 1962, cuando los militares desconocieron el resultado que lo favorecía.
A semejanza de lo ocurrido con Haya de la Torre, a Pedro Castillo se le trató de arrebatar la victoria de este año, primera de un movimiento popular de izquierda desde los tiempos gloriosos del APRA, con el argumento amañado de que importaría al Perú el castrochavismo y el comunismo. No es un truco exclusivo de la derecha peruana, como lo podemos comprobar todos los días en Colombia. Basta pasar revista a las redes sociales o leer los comentarios que suscitan las columnas de opinión en los medios para comprobar que ese disco rayado, cada día más vacío de contenido, aquí también es el arma predilecta de los derechistas.
En el caso de Castillo las acusaciones no podían ser más perversas y despistadas, pues en su hoja de vida, que es la de un maestro de escuela y líder sindical, no hay nada que sugiera inclinaciones antidemocráticas o autoritarias. Como sí es fácil encontrarlas en la de Fujimori, que además de ser digna hija de su padre, hoy recluido en prisión, está empapelada bajo la acusación de recibir aportes ilícitos de Odebrecht, por los que la fiscalía peruana pidió dictarle una sentencia de 30 años de prisión por los delitos de lavado de activos, organización criminal, obstrucción a la justicia y falsa declaración.
Es llamativo que nada de esto haya impedido a Vargas Llosa y los demás campeones de la derecha continental apoyar la candidatura de Fujimori, a quien el autor de La casa verde llegó a calificar como “la salvadora del Perú”. ¡A cuánto dislate pueden llevar las pasiones políticas a quienes en otros campos de la vida sobresalen por su buen juicio y en ellos no se hacen los de la vista gorda!
