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El espejismo urbano

Leopoldo Villar Borda

06 de mayo de 2024 - 04:05 a. m.

Primero fue la Violencia, con mayúscula, que los expulsó de sus tierras y los arrojó a las ciudades. Después fueron los grupos armados que sembraron el terror en los campos y cambiaron el mapa del territorio. Posiblemente, ningún otro país ha experimentado un cambio tan profundo en la distribución de la población ni un crecimiento tan exagerado de las ciudades, especialmente visible en Bogotá. Basta recordar que, hace medio siglo, dos tercios de los colombianos eran campesinos y ahora se concentran en las ciudades tres cuartas partes de la población. En menos de medio siglo, Bogotá pasó de tener un millón de habitantes a alcanzar una cifra cercana a los diez millones.

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La inseguridad ha sido la principal causa del desplazamiento masivo del campo a la ciudad, pero no ha sido la única. También contribuye a la emigración campesina el deseo de muchos pobladores de buscar mejores oportunidades de trabajo y mayor bienestar que esperan encontrar en las ciudades y sobre todo en la capital del país, donde creen que tales posibilidades abundan. El resultado ha sido la transformación de Bogotá en una megalópolis en la que ya no caben los carros, las motos, las bicicletas y, sobre todo, los habitantes.

La aglomeración con todas sus consecuencias negativas, a diferencia de la amplitud de los espacios rurales donde los campesinos disfrutan del contacto directo con la naturaleza, convirtió a la ciudad en un infierno. Transitar por cualquier calle bogotana, pero especialmente las de los barrios más poblados, es una aventura peligrosa. Si no es atropellado por un vehículo, el peatón corre el riesgo permanente de ser atracado. Para hacer una compra o realizar una diligencia en un banco o en una oficina pública o privada debe someterse a filas interminables que suelen terminar en una frustración. El trato personal por parte de quienes se encuentran al otro lado de la ventanilla es generalmente hostil.

La vida en el ámbito urbano es una verdadera pesadilla. El caso de Bogotá es peor que el de otras ciudades porque ninguna administración ha sido capaz de resolver los problemas más mortificantes, como los huecos en las calles y los obstáculos en los andenes que impiden a los peatones transitar con seguridad. A esto se suma la aglomeración que convierte en una experiencia asfixiante el simple hecho de salir a caminar en el espacio público o en cualquiera de los centros comerciales que son las plazas del siglo XXI.

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Es posible que muchos de los campesinos que dejaron su medio y llegaron a la ciudad en busca de mejores oportunidades hayan tenido la suerte de encontrarlas, pero muchos otros se enfrentan a situaciones adversas, trabajos mal remunerados o falta de empleo. Si hacen un balance de lo que significó su desplazamiento a la ciudad, advertirán que el medio en el que vivían era mucho más grato y saludable que el que soportan ahora. Claro que levantarse a las cuatro de la mañana a ordeñar las vacas y ocuparse después por horas en las duras labores campesinas puede ser agotador, pero no lo es menos la hazaña de madrugar para incrustarse como una sardina en un bus de Transmilenio y lanzarse a la aventura de ganar el pan de cada día en el ambiente hostil de la ciudad.

Ninguna de las adversidades que agobian al migrante del campo cuando busca establecerse en la ciudad ha sido suficiente para disuadir a miles de jóvenes que abandonan cada semana el ámbito rural en el que nacieron para perseguir sus sueños en los centros urbanos. La migración continúa, y con ella aumenta el número de brazos que abandonan la irremplazable tarea de producir la comida que necesita la población apiñada en las ciudades. Hace falta un esfuerzo del gobierno y de las organizaciones que colaboran con él en la promoción del bienestar social para que las actividades del campo vuelvan a ser atractivas para sus pobladores y, de esta forma, los campesinos dejen de deslumbrarse por el dudoso espejismo urbano.

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Por Leopoldo Villar Borda

Periodista y corresponsal en Europa
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