No hay dos experiencias iguales y las comparaciones son odiosas, pero siempre se puede extraer enseñanzas de los ejemplos ajenos. Cuando se avecina la fecha en la que elegiremos a un nuevo presidente, los colombianos deberíamos mirarnos en el espejo de Chile.
Allá, como aquí, hubo abundancia de aspirantes a suceder a Sebastián Piñera en la Presidencia. En la primera vuelta electoral, el 21 de noviembre, los chilenos escogieron entre 7 candidatos que representaron diversas tendencias políticas. La segunda vuelta, el 19 de diciembre, fue presentada equívocamente como una competencia entre los dos extremos. Los nostálgicos de la dictadura de Pinochet, agrupados en torno a José Antonio Kast, pintaban a Gabriel Boric como el promotor de la revolución comunista. El propio Kast, al celebrar su pasajera victoria en la primera vuelta, dijo que la derrota de su adversario en la segunda vuelta sería un triunfo sobre el comunismo y el terrorismo.
Aquella noche del 19 de diciembre los chilenos pudieron apreciar el contraste entre los dos candidatos clasificados para la competencia definitiva. Frente a la agresiva proclama de Kast, que por momentos parecía la encarnación de Pinochet, el discurso conciliador de Boric lo proyectó como una figura democrática y progresista. No por casualidad conquistó a la mayoría y fue consagrado un mes después como el nuevo presidente de Chile.
Consecuente con su discurso esperanzador, Boric nombró un gabinete ministerial con mayoría de mujeres —a quienes confió 14 de las 24 carteras— y en el que predominan socialdemócratas e independientes, con lo cual amplió la coalición que lo llevó al poder con la inclusión de políticos moderados y desmintió a quienes lo tildaban de extremista.
La derecha colombiana está empleando una estrategia parecida a la de su homóloga chilena para enfrentar el favoritismo de Gustavo Petro. Es la estrategia que utilizaron desde la antigüedad gobiernos y religiones para controlar a las sociedades y ha evolucionado con ellas, de modo que hoy no se aplica con hogueras ni verdugos sino con mensajes de texto, videos y podcasts. En forma directa o subliminal se apela a las emociones de las personas más que a la razón para inculcarles temor e influir en su conducta.
Es tal la fuerza del fenómeno que parece inútil argüir contra él. Sin embargo, nada impide a los ciudadanos examinar las propuestas de los candidatos tal como las presentan y no como las desfiguran sus rivales antes de llegar al cubículo de votación y marcar el nombre escogido en el tarjetón electoral. Es un derecho elemental y al mismo tiempo una obligación ejercerlo con responsabilidad. Ya es tiempo de ignorar el sambenito esgrimido por los uribistas para difamar a quienes no piensan como ellos, que ya debería estar tan desacreditado como el que usaba la Inquisición para identificar a los pecadores, aunque estuvieran arrepentidos, o la insignia que los nazis obligaban a llevar en su ropa a los judíos.
El 11 de marzo, dos días antes de que se defina en Colombia el abanico de aspirantes en nuestra elección, Chile iniciará una nueva etapa en su historia con la juramentación presidencial de Boric. A partir del 13 de marzo tendremos más de dos meses para examinar a los candidatos y escoger al que recibirá nuestro voto en la primera vuelta el 29 de mayo. Es un tiempo más que suficiente para que decidamos si vamos a seguir en las mismas o si nos procuraremos, como los chilenos, un nuevo amanecer.