En las relaciones internacionales, como en la política doméstica, la amistad es una ficción. En su lugar existen los acuerdos ocasionales, que por definición son transitorios. Lo demuestran, por ejemplo, las accidentadas relaciones entre Alemania, Francia y el Reino Unido a lo largo de los últimos dos siglos y lo hace ahora el acercamiento de Estados Unidos a Venezuela.
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Apremiado por la necesidad de reemplazar las importaciones de petróleo ruso, el gobierno de Washington hizo a un lado sus diferencias con el chavismo y apeló a Caracas para llenar el vacío. De paso, “descolgó” a Juan Guaidó del pedestal en el que lo había puesto para combatir a Nicolás Maduro y reconoció que el gobierno de Venezuela está en el Palacio de Miraflores.
La voltereta de Washington, acorde con el pragmatismo estadounidense, dejó sin palabras a la oposición venezolana y a los aliados de la Unión Americana en la cruzada antichavista, como el gobierno colombiano. Iván Duque disimuló su vergüenza durante la visita al presidente Joe Biden y este le doró la píldora con la designación de Colombia como aliado estratégico no miembro de la OTAN, pero esto no ocultó la humillación que significó para los gobiernos militantes en el antichavismo que Estados Unidos los dejara “colgados de la brocha” al abandonar aquella cruzada.
Como la necesidad tiene cara de perro, Washington no vaciló en acudir al gobierno que hasta ayer fue su enemigo con tal de asegurar el abastecimiento petrolero. Así fue hace más de un siglo cuando las compañías estadounidenses pusieron por primera vez sus ojos en el petróleo venezolano y negociaron su explotación con el dictador Juan Vicente Gómez, de quien se cuenta que hacía los tratos con ellas de esta manera: “Un barril para ti y un barril para mí”. Algo bastante verosímil, pues Gómez llegó a ser el hombre más rico de Suramérica mientras las petroleras convertían a Venezuela en el segundo productor de hidrocarburos del mundo después de Estados Unidos.
Detrás de los discursos estadounidenses de amistad con Venezuela siempre estuvo el interés económico. No sorprende, por esto, el cambio de posición del Departamento de Estado, para el cual Maduro ya no es un tirano y un narcotraficante sino un socio que salva la situación. El giro “diplomático” debió ser contemplado con bastante anticipación porque la invasión rusa de Ucrania no fue del todo sorpresiva para los estrategas de Washington. Hace mucho se venía cocinando el conflicto y en las capitales occidentales se tuvieron que prever las consecuencias que tendría esa acción, así como las sanciones de Estados Unidos y Europa en respuesta a ella. Lo irónico es que la situación se resuelva repitiendo al revés la película de los últimos cinco años, cuando la sancionada con la suspensión de compras de petróleo fue Venezuela y para reemplazar su cuota se acudió a Rusia.
Parece un juego de niños, pero así se manejan las cosas en los grandes centros de poder del mundo. Quedaron atrás los discursos contra Maduro, el nuevo socio petrolero, y sobre la defensa de la libertad y los derechos humanos de los venezolanos. Todo, por causa del “estiércol del diablo”, como ha sido llamado el petróleo por los males que conlleva para las sociedades que dependen de su explotación.
Se atribuye a Basilio de Cesárea, un eminente clérigo del siglo IV declarado santo por la Iglesia Ortodoxa Griega, haber utilizado por primera vez esa expresión en referencia al dinero, el poder y la ambición desenfrenada que despiertan. Por extensión, la frase se ha aplicado a las riquezas que obnubilan a la humanidad, entre las cuales sobresale el petróleo. Hace un siglo el poeta mexicano Ramón López Velarde recogió la idea en un verso del célebre poema que dirigió a su patria cuando comenzaba en México la bonanza petrolera:
“El Niño Dios te escrituró un establo / y los veneros de petróleo el diablo”.