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El fantasma del fraude

Leopoldo Villar Borda

11 de abril de 2022 - 12:30 a. m.

La turbulencia que agitó a los políticos y a los electores por la contabilidad de los votos en las elecciones legislativas del 13 de marzo trajo a la memoria el fantasma del fraude que siempre ha flotado sobre los procesos electorales en Colombia.

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Cualquier ciudadano mayor de 60 años de este país debe recordar el día de 1970 en el que Misael Pastrana Borrero, el candidato del Frente Nacional, tenía perdida la elección presidencial cuando nos fuimos a dormir y al día siguiente amaneció como ganador. Nunca se levantó del todo el manto de duda que cubrió aquella jornada electoral, en la que el ministro de Gobierno, Carlos Augusto Noriega, impidió a las emisoras radiales continuar transmitiendo los resultados cuando le daban la ventaja al general Gustavo Rojas Pinilla y estas tuvieron que limitarse a transmitir los lentos boletines oficiales, que al final favorecieron a Pastrana.

Ese día el ingenio popular enriqueció el argot político colombiano con dos nuevos términos que se definen por sí solos: “noriegazo” y “pastranazo”. Circularon diversas versiones sobre la forma en que se produjo el milagro de la multiplicación de los votos pastranistas. El humor, que siempre sale al paso de todo lo que pasa en el país, forjó entonces el chiste de que en Colombia el pueblo vota de día y el Gobierno de noche.

El misterio del 19 de abril viene a cuento ahora, cuando nos preparamos para votar en unas elecciones que de antemano están marcadas por la sospecha. Es irónico que entre quienes están contribuyendo a sembrar la incertidumbre se encuentre Andrés Pastrana, de quien podríamos esperar una actitud más discreta en esta coyuntura, que ocurre más de medio siglo después de la cuestionada elección de su padre.

Se han empleado diversos recursos para evitar las manipulaciones electorales, entre ellos la huella dactilar y la tinta indeleble, pero ni las técnicas más avanzadas han podido vencer las prácticas mañosas entre las que sobresale la compraventa de votos. El caso de Aida Merlano y su Casa Blanca en Barranquilla nos ilustra sobre la sofisticación que han logrado imprimir a ese delito sus hábiles practicantes en el mundo de nuestra política.

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En 1949, cuando los conservadores se preparaban a elegir a Laureano Gómez sin oposición, el candidato acuñó la afirmación de que el liberalismo tenía en su poder “1’800.000 cédulas falsas”, sin exhibir una prueba, entre otras cosas porque en las elecciones de ese año, las últimas que se celebraron durante la hegemonía conservadora y la subsiguiente dictadura militar, no participaron los liberales.

Hasta entonces el voto subsistía como un derecho exclusivo de los hombres. En los comienzos de la república el voto se realizó en forma indirecta; así fueron elegidos el general Santander y sus sucesores como presidentes de la Nueva Granada hasta José Hilario López, cuya tumultuosa elección el 7 de marzo de 1849 marcó un hito en nuestra historia electoral. Reunidos en el templo de Santo Domingo, 84 senadores y diputados rodeados por las barras depositaron sus votos en medio de gran tensión y consagraron como presidente a López. No faltó la sombra de duda sobre el acto, la cual corrió por cuenta del jefe conservador Mariano Ospina Rodríguez al escribir en su papeleta: “Voto por el general J. H. López para que el Congreso no sea asesinado”.

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Cuando se repasan los avances del sistema electoral desde aquellos tiempos, el principal de los cuales, el voto femenino, se consagró apenas hace 60 años largos, debemos convenir en que el país ha mejorado en esta materia. Sin embargo, el fantasma del fraude reaparece con demasiada frecuencia y el temor de que haga presencia en las elecciones aumenta cuando las autoridades electorales no inspiran confianza, como ocurre ahora.

Por Leopoldo Villar Borda

Periodista y corresponsal en Europa
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